
Un deseo que cumplir (Saga "Erius, el inquisidor")
© Fenix Hebron
Imagen de portada: Kinkate
Diseño de portada: Reflejo Creative
Dedicatoria del autor
Con cariño, reconocimiento y profunda admiración, dedicado a Felisa Sánchez Ramírez (Beatriz de Olay), que partió a la casa del Señor hace pocos meses.
Un deseo que cumplir
No me gustan los autobuses de línea ni el avión. No me agrada viajar en transporte público si no conduzco yo. Pero si tengo que hacerlo, prefiero entonces viajar en tren. Aunque a veces no queda más remedio, como en aquella ocasión.
Acababa de acudir a las exequias de un obispo desde la catedral, y regresaba en autobús. En cualquier otro momento habría hecho el trayecto en coche, pero mi Alfa lo tenía un reverendo de una localidad cercana. Su humilde Renault estaba esperando una reparación en el taller, y necesitaba un automóvil para desplazarse por las aldeas realizando los distintos servicios litúrgicos que un sacerdote rural tiene que hacer. No podía recorrer las distancias entre un pueblo y otro en autobús, simplemente porque no existían líneas, o porque no era factible ni productivo. Así que le dejé mientras tanto mi viejo Alfa Romeo Giulia.
Sí, los sacrificios que tienen que hacer los reverendos rurales, y los pocos medios con los que cuentan, no suelen ser muy conocidos por el público en general, por desgracia. Puede que solo administren los sacramentos a unas poquísimas personas, que solo digan misa para unos ancianitos en una remotísima aldea de montaña, pero en muchas ocasiones es el único contacto religioso que esas humildes gentes poseen, la única posibilidad de tener esperanza, de sentir una cierta alegría y paz y, por qué no, de seguir sintiéndose valorados, comprobar que la Iglesia se preocupa por ellos.
Además, un reverendo que sirve en esas parroquias hace un servicio mucho más genérico, a veces más cercano a realizar obras de caridad o de auxilio: aprovechar para llevar a ancianos a la consulta del médico, para llevar algunos paquetes a pueblos vecinos, cartas al correo... En algunas de esas aldeas ni siquiera llega todavía conexión a internet.
Así que allí me encontraba, en aquel demasiado viejo autobús de línea, confiando en que pasara el tiempo rápido y tratando de no pensar demasiado en lo agobiantes que eran para mí ese tipo de trayectos. Claro que aprovechaba para hacer algunas oraciones, para escribir algunas cartas, para leer algunos libros...
A mi lado, en el asiento de ventanilla, viajaba un señor mayor, un anciano con boina que se agarraba con fuerza a un muy usado y tembloroso bastón de castaño. Vestía una chaqueta gruesa de color marrón oscura, y pantalones de algodón de color negro. No miraba ni hacia la ventanilla, tenía un tanto la mirada perdida hacia ningún lado. Una lástima, porque si yo fuera él, habría aprovechado para ir mirando el paisaje. No me agradaba nada viajar en autobús en el lado del pasillo.
En el asiento del otro lado viajaba un matrimonio, no eran muy mayores, debían rondar los treinta y pocos años. Los primeros minutos se los pasaron hablando, pero ahora ella parecía estar centrada en mirar el paisaje por la ventanilla, ante lo cual él decidió leer un rato. De una pequeña bolsa deportiva que llevaba, sacó un libro. Era una de estas novelas delgadas que se pueden leer en cualquier sitio, y que a veces reciben el nombre de "libros de quiosco" o novelas de bolsillo. Cuando vi su portada, la reconocí inmediatamente. Aquella banda roja superior era inconfundible. Era "A Contrarreloj", de J. G. Chamorro o, como comúnmente se les suele conocer a esos pequeños volúmenes, "ACR". El tipo ya debía haber empezado la lectura tiempo atrás, tal vez en la propia estación mientras esperaba al autobús, porque tenía un "cuerno" sacado a una de sus páginas para señalarla. Antes de que se internase en la lectura y se la interrumpiese, decidí abordarle:
- Perdone... ¿Es "A Contrarreloj"?
El hombre usaba gafas de pasta de tonos marronáceos, con forma redonda, y su cara era delgada, con un mentón prominente. Su cabello lucía un corte tremendamente cuidado, aunque bastantes canas asomaban ya en sus sienes.
Miró hacia la portada, girando el libro, como si no supiese lo que leía, diciendo a la vez:
- Sí, así es.
Yo no conocía las tramas de los libros de memoria, pero pude ver entonces que era el "A Contrarreloj 9: Paul Davis, ataque a la relojera Tudor".
No quería decirle lo típico de "yo conozco a Paul Davis", que me resultaba infantil y presumido, era como decirle: "yo conozco a Paul Davis y tú no", ¿y qué? Pues eso, que no tenía mucho sentido. En su lugar dije:
- A mí también me agradan esas novelas. En realidad su profesión es un poco como la mía ya que, como Paul Davis, yo también soy investigador. - Obvié a propósito el añadir que era investigador de la Inquisición.
- Yo no me dedico a nada de eso... - Confesó.
- ¿A los relojes? - Dije, sonriendo, y algo más cómodo al comprobar que había podido entablar una conversación que podría hacerme más llevadero el viaje, y olvidarme en cierta forma que iba en autobús.
Esbozó una sonrisa:
- ¡Oh, no! ¡Soy médico! - Exclamó, con orgullo.
- ¡Médico! Es una buena profesión, y muy bonita. Alguien que se dedica a ayudar y a curar a los demás, eso sí es digno de mérito y admiración.
- Muchas gracias.
- ¿Trabaja en un hospital, entonces?
- ¡No! Aunque ahora vamos a uno, tenemos allí a nuestra hija, hospitalizada desde hace un tiempo... Bueno, entra y sale, podría decirse...
- Vaya... ¡Lo siento! Espero que se recupere pronto. - Deseé sinceramente.
- Le íbamos a llevar ahora algunas cosas... - Abrió la pequeña bolsa de la cual antes había sacado el libro, y extrajo un blíster de plástico, junto con un cómic -. ¡Mire! ¡Todo el tiempo así, nos vuelve locos a su madre y a mí!
- ¿Por qué?
Me tendió el blíster. Lo deduje de inmediato, aunque el caballero me lo explicó al instante:
- ¡Los vampiros! ¡Todo lo quiere de vampiros!
Sonreí. El blíster contenía un muñequito vestido de vampira, y el cómic era una aventurilla para niños sobre, precisamente, unos vampiros adolescentes. "Lucrecia, la vampirilla que no sabe volar". Sonreí ante semejante título. Pasé unas hojas. El cómic olía a nuevo, a recién comprado, y dentro había viñetas a todo color firmadas por un tal "Reflejo".
- ¡Qué curioso! - Dije, señalando sobre la línea de créditos -. ¡Mire!
El médico agudizó la vista hacia donde yo le indicaba, y leyó:
- "Guión de J. G. Chamorro". ¡Es verdad!
- El mismo que escribe sus "ACR". O eso parece. - Le dije, devolviéndole el cómic y la pequeña muñequita.
- Le diré a mi hija Ainhoa que lee lo mismo que su padre... - Dijo él, riéndose.
- Seguro que le encantará a su hija. - Le dije yo -. Además, así pasa el tiempo, con estos días primaverales que un niño tenga que estar en un hospital es muy duro.
- Cierto. Dígamelo a mí, que lo veo a diario... - Me confirmaba -. En la planta donde está mi hija, la de pediatría, hay casos muy extremos.
- Es muy doloroso ver a un hijo así, si ya lo es cuando son ancianos, nuestros padres, o abuelos... Cuando el que está hospitalizado es un chiquillo no quiero imaginarme lo que deben sufrir algunos padres...
- Tiene usted razón. - Me dijo él, con un tono triste.
- A ver si sale pronto y puede llevarla a un parque temático de vampiros o algo así... Alguno habrá. O a ver una película... - Le sugerí.
La madre, que estaba al lado de su esposo, habló por primera vez:
- No saldrá.
Me quedé sin habla. Nos quedamos en silencio. Era como si todo el autobús se hubiera quedado en silencio, aunque obviamente asientos atrás seguía oyéndose música que salía desde los auriculares de algún joven, y conversaciones.
El doctor se rascó con un gesto habitual una ceja con la uña de su dedo pulgar. Tragó saliva.
- Lo... Lo siento... - Musité.
Me miró, con ojos llorosos, y susurró con voz entrecortada:
- No pasa nada. - Decía, cogiéndole la mano de su esposa con fuerza.
- Ojala pudiera ir a un parque... - Decía la madre, casi llorando, muy apenada -. ¡Ella lo único que quiere ver es a una vampira!
Su marido hizo una sonrisa forzada:
- Mi hija... - Corrigió, besando la mano de su esposa -. Nuestra hija es muy inteligente. A pesar de su edad. A veces han ido a visitarles voluntarios, algunos vestidos de vampiros para ella, pero los nota enseguida,... Dice que son una farsa. - Y suspiró -. Es muy lista.
Llevé mi cabeza sobre la parte de atrás del asiento, moviendo mi cuello... En mi cerebro una voz no dejaba de repetir: "¡Vamos, Erius, hazlo!". "¡Vamos!".
Miré al doctor:
- Bueno... Yo conozco una persona... Es una chica. Hace muy bien de vampira...
El matrimonio se miró entre ellos:
- ¿Una profesional? - Dijo él -. No se moleste. Mi hija lo notará.
Pero su mujer no era de la misma opinión:
- ¿Cuánto nos podría costar? - Y miró a su marido -: Es su mayor ilusión, ver un vampiro real...
El doctor sonrió:
- Bueno, "real, real", Paula...
El autobús llegaba a su destino, y se dispusieron a salir, poniéndose en pie. Le extendí mi tarjeta al médico:
- Solo piénsenlo. Por el dinero no se preocupe. Si su hija puede olvidarse de sus problemas un rato y ser feliz, yo estaré encantado.
El doctor cogió mi tarjeta, y leyó.
- Gracias... Erius... - Dijo, antes de salir, añadiendo -: Ésta es la mía.
Cogí una bonita tarjeta de visita, muy profesional, que él me acercaba. En letras en dorado ponía:
"Rubén Álvarez Botas".
"Traumatólogo".
Hacer ir a Joyce desde Aragón a Toledo era un riesgo, y no solo para ella. Pero más riesgo era hacer venir a Errasae Piedatis desde Rusia, y ese riesgo, por supuesto, no estaba dispuesto a correrlo con la pelirroja. Menos aún teniendo más cerca vampiras que podían cumplir la función perfectamente.
El problema de Joyce es que 200 años eran relativamente pocos, no tenía los 400 de Errasae, ni los 500 de Celestia. Pero siendo Ainhoa una niña pequeña, pudiera que Joyce fuese lo ideal.
Así que cuando Rubén me llamó, y tras lograr esquivar el tener que explicarle qué significaba la "I. aS. O." tras mi nombre (Inquisitorum ad Sanctus Officium), me dijo que les agradaría a él y a su esposa que pudiera avisar a "mi vampira" (al parecer su hija había empeorado bastante), no dudé en contactar con Joyce y convencerla para que visitara a la pequeña Ainhoa, la niña hospitalizada.
La única condición era que... Bueno: la visita tendría que ser por la noche.
Por suerte estábamos a últimos de otoño, y los días ya se habían acortado bastante. Eso y que - supongo - Rubén pudo mover algunos hilos, hizo posible que a las ocho de la tarde pudiésemos ir a visitarla.
Así que fui a Toledo una mañana, y por la tarde quedé citado con Joyce. Los vampiros sabían cómo viajar, disponían de autocaravanas preparadas para ello, y Joyce había salido la noche anterior con una, conducida por un "aspirante", y con la compañía de otro vampiro. Llevé a la jovencita en mi coche hasta el hospital, y justo cuando estaba aparcando el Alfa me preguntó:
- ¿Cómo me comporto?
Eso era fácil:
- ¿Me haces un favor?: Compórtate como una vampira. - Le respondí. Ella sonrió:
- ¡Ah, de acuerdo! ¡Eso sé hacerlo!
En la sala de espera de la planta ya nos esperaban los padres de Ainhoa. Su madre, al ver a Joyce, exclamó:
- ¡Vaya! ¡Menudo maquillaje! Y la piel... ¿Cómo lo hiciste?
Joyce me miró, y yo respondí por ella:
- Ya os decía que era muy buena en esto.
Caminamos hacia la habitación de la pequeña, y entramos. Yo me quedé junto a la puerta, con su madre. Ainhoa estaba llena de cables por su cuerpo y su cama, rodeada de raros aparatos que emitían constantes pitidos. Paula se acercó a ella, sonriente, y dijo:
- Cariño, ha venido alguien que quiere verte...
- ¿Quién?
- Se llama Joyce.
La vampira se acercó, y le hice indicaciones a Paula para que se viniera con nosotros y las dejara. Joyce se puso al lado de la cama.
- ¿Eres vampira? ¿Vampira de verdad?
- Sí. Sí lo soy, Ainhoa. - Dijo la joven.
Ainhoa estiró la mano, tras humedecer uno de sus dedos en saliva. Tocó la piel del brazo desnudo de Joyce. Frotó. Luego volvió a tocarla. Sonrió, y exclamó, tratando de abrazarla:
- ¡Eres vampira!
Joyce se acercó para que la pudiera abrazar. La pequeña observó:
- ¡Tienes dientes! ¡Dientes de vampira de verdad!
Rubén, desde la puerta, preguntó a su hija:
- ¿Cómo sabes que es vampira de verdad?
- Porque es pálida. - Dijo la madre.
La niña negó con la cabeza:
- No. Porque está fría. Solo un vampiro está tan frío.
Por supuesto, costó un mundo separarlas. Ainhoa, le cogió la mano a Joyce, y le rogó:
- ¿Volverás otro día?
- Si puedo, sí. - Y añadió -. Pero ya sabes, los vampiros... Sólo podemos salir de noche...
- ¡Es verdad!
- Pero te dejo un regalo. - Y le puso una foto suya ante ella, sobre la cama -. Te la he firmado y he dejado sitio para que tu firma junto a la mía.
- ¡Gracias Joyce! ¡Eres mi mejor amiga! - Exclamó Ainhoa, radiante de alegría.
Finalmente salimos, dejando a la niña durmiéndose. En el aparcamiento, Paula se despedía de Joyce frente al Alfa, agradeciéndole su visita. Rubén me llevó aparte:
- Erius, soy médico...
- Sí, ya me lo has dicho.
- No... No creo en mitos y leyendas... Pero dime una cosa... Solo dímelo. - Me miró fijamente -. Es vampira, ¿verdad? Vampira real.
Suspiré. Miré a derecha e izquierda, y finalmente dije:
- Sí, Rubén. Es una Verix Vampirae auténtica. Tu hija es muy inteligente, lo supo enseguida.
Me iba a alejar, pero él me detuvo, poniendo una mano en mi hombro:
- ¡Espera! No sé... No sé si debería pedirte esto...
- No, Rubén. No lo pidas. Tu hija no sanará por eso. No la recuperarás si se transforma en vampira. Déjala convertirse en ángel si así debe ser.
Lo dejé apesadumbrado. Tuve que recordar que había hecho aquello por su hija, no por ellos. Al pasar junto a Paula, me dijo, con lágrimas en los ojos:
- Gracias, Erius.
Esbocé una sonrisa. Entré en el coche, y noté cómo Joyce se limpiaba las lágrimas de los ojos.
- Lo siento... - Dije.
- No, está bien. Ha sido conmovedor. Me he emocionado, nada más.
- Te has portado muy bien, Joyce. - Le dije, con sinceridad.
- Ya... Pero... Erius...
- ¿Qué? - Quise saber.
- Me alegro haber venido hoy.
- ¿Y eso?
- Esa niña no llegará a mañana. - Espetó.
Efectivamente, durante la noche, Ainhoa falleció. Al menos pude sentirme en paz conmigo mismo, sabiendo que la última voluntad de la niña se había podido cumplir.
Acudí al funeral - haciendo el trayecto en mi coche, esta vez -, un funeral más de muchísimos, demasiados a los que había tenido que acudir durante aquel año. Sobre el pequeño féretro los de la funeraria colocaron una rosa negra. Alguien la había enviado desde Zaragoza. No había nota ni dedicatoria, pero yo sabía muy bien quién. Y creo que Rubén también porque, bajo ella, tras el funeral, su padre colocó la foto de Joyce. La misma foto que le había dedicado a su hija la joven vampiresa.
FIN
Notas a "Un deseo que cumplir".
Recordé que hacía tiempo J. G. Chamorro me había comentado lo alegre y contento que se sentiría si, por coincidencia, una vez se encuentra en el metro, o en un transporte público, y ve a alguien leyendo una de sus novelas en papel.
He de reconocer que esto es difícil que ocurra, no solo porque la gente lea poco - y menos en público - sino que, además, porque muchos leen con sus smartphones, o en sus lectores de tinta electrónica.
Pero aún así me pareció interesante plasmarlo en un relato. Y dado que quería hacer una historia un tanto lánguida con una niña (o niño) en un hospital, que admirase a los vampiros (sobre un chico ya lo hice anteriormente, así que decidí que sería una niña en esta ocasión), me pareció una buena idea unir ambos elementos en una misma trama.
Es este un relato corto que me evoca a aquellos tan sugerentes y bonitos de Beatriz de Olay, que leía en la revista "El pan de los pobres" cuando era muy joven, en donde la historia, de gran calado humano, se entremezclaba con unos personajes sencillos, sin dobleces, sinceros.
Me ha encantado - tengo que decirlo - el papel de Erius haciendo "de intermediario", metiéndose en los problemas ajenos e interesándose con una iniciativa que surge de él, y que no siempre nos muestra este investigador de la Inquisición.
El final, por otra parte, despierta en mí recuerdos muy sensibles y dolorosos, que quizá no quise extender innecesariamente porque ya no aportaba mucho, y así la conclusión se presenta como es la vida misma: abrupta. Un "estamos aquí hoy, y mañana no estaremos". Es esa temporalidad de la vida la que nos debe hacer plantearnos muchas cosas, entre ellas, lo que estamos haciendo de útil ahora.
Una vampira, por supuesto, no es que lo necesite, pero hasta una vampira hace el esfuerzo de cumplir la última voluntad de un ser indefenso, una niña en este caso, a las puertas de la muerte. Una muerte ante la que Rubén, su padre, parece no poder/querer aceptar. Que no es más ni menos que el sentimiento y la desazón que crea en nosotros mismos cualquier pérdida de un ser querido.
La respuesta que le da Erius dice mucho. Por supuesto, el Inquisidor, como religioso que es, ve la muerte desde una perspectiva totalmente diferente. No es esquivándola como superamos esa pérdida, puesto que tarde o temprano nadie podrá esquivarla, sino que es mirando más allá de ella, hacia la otra vida. La auténtica Vida con mayúsculas.
Fenix Hebron
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