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Daniela visita la tienda de Adela



Daniela visita la tienda de Adela (saga "La trapera")
© A. Bial le Métayer



DANIELA VISITA LA TIENDA DE ADELA


En cuanto vio aparecer la oxidada bicicleta GAC, y detenerse frente a la puerta de la tienda, Adela Crowdler supo de inmediato de quién se trataba. A los pocos segundos, tras dejar caer la bici hasta que ésta se quedase apoyada sobre la pared, un animado personaje de camiseta sin mangas color pistacho, toda desgastada y harapienta, y pantalones tejanos remendados con los flecos columpiándose por las aberturas aquí y allá, entró a la tienda. La dependienta esbozó una sonrisa. Se trataba de Daniela Sibaz. A "Dala", como se la conocía por el barrio, la había visto crecer, o mejor dicho, habían crecido juntas. De pequeña era la típica "gamberreta" que siempre iba por ahí con las rodillas descalabradas y las mejillas pecosas llenas de surcos por las lágrimas. La primera que perdía los cordones de sus zapatillas nuevas, o que los rompía, y la que siempre quedaba en la calle cuando las madres llamaban a las otras a que recogieran. Por fortuna para ella, no acabó en manos de un maromo que le hiciera la vida imposible, la llenara de hijos y la maltratara, que era lo que les solía ocurrir a ese tipo de muchachas. Quizá porque, cuando decidió inscribirse a la Legión (sí, la Legión) con su amiga Nacha Polo, que hacía poco había llegado al barrio (otro desastre de mujer tanto o más que Dala) el antiguo párroco la trató de encaminar metiéndola en el coro parroquial. Daniela soñaba con ser estrella del rock y emular a las cantantes de sus grupos de heavy metal que escuchaba día y noche en su walkman de Sanyo, pero ella sabía muy bien que en la Legión no había sitio ni oportunidades para alguien que quisiera ser famosa.

Lo de la Legión se diluyó en el momento en que, un par de años después, su amiga Nacha regresó ya totalmente desahuciada, adicta a las drogas y destrozada por el SIDA. Lo mismo que se terminaron el coro parroquial y todas sus fantasías de ser famosa, algo casi irrealizable para una muerta de hambre como ella.

Buscando la luna



Buscando la luna (saga "Un lugar en el tiempo")
© A. Bial Le Métayer
Imagen: Sanaan Mazhar




Buscando la luna

- Cuando estaba en el campo muchas veces caía la noche. Regresaba a casa por aquellos caminos de montaña con la única compañía de la luna... ¡La luna! Cuanto hecho de menos su fulgor, su brillo, ver semana a semana sus fases, comprobar cómo iba cambiando noche a noche, cómo su brillo se intensificaba o se reducía...

Franscisco Ojarte o, como le conocían casi todos, Paco "Mancito", se había pasado toda la vida en el campo, atendiendo sus tierras de labranza, viviendo de su trabajo de campesino. Pero a solo unos pocos años de retirarse una enfermedad le había postrado en cama, y le había llevado al hospital. Adela, la propietaria de la relojería "La Elegante", escuchaba "sus batallas", sus historias tras tantos años haciendo la dura y resignada labor de labriego en silencio. Había acudido al hospital acompañando a un amigo, voluntario de la Cofradía de Visitadores, que se encargaban de asistir y acompañar a enfermos en una labor en la que los laicos tenían un papel predominante ante la escasez de sacerdotes y la de, por desgracia, cada vez menor presencia de capillas en los centros médicos.

El espantapájaros con reloj



El espantapájaros con reloj (saga "Un lugar en el tiempo")
© A. Bial Le Métayer



EL ESPANTAPÁJAROS CON RELOJ


No había mucho tráfico por aquella carretera manchega. Los campos se extendían en llanuras hasta donde alcanzaba la vista, salpicados aquí o allá de algunas solitarias casas que se levantaban sobre el suelo como gigantes de pelo rojo. Adela agradeció poder conducir relajadamente y en paz, sin pensar en nada, tan solo en disfrutar al volante de su pequeño turismo francés. Sin agobios, sin prisas, y sin la presión del extenso tráfico alrededor que se sufría en la ciudad.

La relojera regresaba de casa de Genaro, un anciano al que visitaba muy de cuando en cuando, y que solía llamarla para que le hiciera el mantenimiento de sus relojes. Genaro vivía en una casa solariega que había sido de su familia durante generaciones, y que estaba a bastante distancia de la relojería La Elegante. Pero era un cliente de hacía muchos años, tantos que llegó a conocer a su abuelo. En los setenta solía acudir a Madrid acompañado de su mujer, conduciendo aquellos mastodónticos Seat 132. Siempre que lo hacía, se daba una vuelta por la relojería para conversar con el abuelo, y de paso adquirir algunos relojes, o llevarle alguno a reparar o a mantener.

Un reloj de importación



Un reloj de importación (saga "Una cruz de color rojo. Historias de Paramedics Worldwide")
© A. Bial le Métayer
Fenix Hebron
Nadija Blju
Nirca Stevenson



HISTORIAS DE PARAMEDICS WORLDWIDE
UN RELOJ DE IMPORTACIÓN


Acababa de terminar mi jornada para Paramedics Worldwide, y conducía la furgoneta por el casco antiguo cuando me encontré de pronto con el cartel de una relojería. Era una vetusta tienda en la parte baja de un edificio antiguo, que a todas luces había visto tiempos mejores. Sin embargo, como el sitio estaba tranquilo y no había tráfico, decidí aparcar la Transporter a un lado y salir a echar un vistazo a su escaparate. Justo en ese momento de la tienda salía una señora con ropa "de viuda" - toda de negro - bastante anciana y de cabello blanco, y al verme sostuvo la puerta con su mano, seguramente con la idea de que yo fuese a entrar. Más bien para no dejar en saco roto su educación y el haber tenido ese detalle - imagino que todas las paramédicas somos, en el fondo, enormemente empáticas -, le di las gracias y accedí a entrar en el local.

Dentro de la tienda la atmósfera era lúgubre, casi tétrica, con una luz muy tenue que en parte se agradecía para no tener que contemplar los detalles decrépitos y de declive de aquella pequeña tienda de relojes que parecía haberse detenido en algún lugar de los años sesenta del siglo XX. Sin embargo me sorprendió que quien venía hacia mí tras el mostrador era una mujercita menudita y sonriente. Me habría esperado a otra ancianita como la de la puerta.

Mi profesora de matemáticas. "La bruja"



Mi profesora de matemáticas. "La bruja"
© A. Bial le Métayer
Imagen: Reflejo Creative


"Tú nunca llegarás a nada", "tú nunca serás nada en la vida". Siempre había crecido con esa cantinela. Y fue así cómo llegué al instituto porque, tras haber salido del colegio y haber descubierto que, en efecto, sin estudios no era nada (y poca alternativa me quedaba si quería salir adelante), decidí volver a clases.

El mayor problema es que nunca había sido buena en matemáticas. No hablo de que fuese "medianamente buena", de que medio arrastrando sacase la asignatura adelante, sino de que realmente odiaba los números. Tampoco es que no supiera sumar dos mas dos, no es eso, pero sí es cierto que no sabía ni dividir.

Durante mi etapa escolar más o menos lo pude "ocultar", o mejor dicho, "esquivar". Suspendía matemáticas, pero con una asignatura pendiente me pasaban de curso igual. En otras ocasiones hacía recuperación, y en los exámenes tras el verano generalmente los profes eran más "laxos". Pero pocas veces los hice. Mis padres me preguntaban si quería hacer recuperación, y por supuesto yo les decía que no. ¿Qué niña, si se le pregunta si quiere estudiar y pasar un examen a finales de verano, o irse a jugar al parque, responde "estudiar"? Pues eso.

Borrado de datos



Borrado de datos
© A. Bial Le Métayer


Los últimos feligreses fueron abandonando poco a poco la iglesia, y yo me quedé prácticamente solo en el templo. Únicamente un par de ancianas, en lor pimeros bancos, oraban guardando un respetuoso silencio. El hermano que hacía las veces de diácono, apagó las luces principales, y la nave del templo se quedó en semioscuridad, únicamente con la iluminación de la zona del altar.

Me encantaba estar así, arrodillado, en silencio, solo mi Señor y yo. La paz envolviéndome, los pensamientos se me iban, y me sentía envuelto entre una relajante armonía que me rodeaba, aislándome y elevando mi alma.

Era una sensación de meditación profunda, donde todo desaparecía, y no deseaba más que estar así hasta que mi cuerpo se cayera y mi espíritu se desprendiera de su vestido para volar libremente a mi encuentro con la Eternidad. Pero... Se dice que caminamos hacia el Cielo, pero aún no estamos en él. Tenemos que transitar por este tenebroso y trágico suelo, y recorrer el camino de nuestros años aquí, en la tierra. Por desgracia, eso supone estar en medio de constantes peligros que amenazan nuestras almas, nuestra pureza, nuestra integridad, y nos intentan arrebatar la salvación. Hemos de lidiar con todo ello, y eso muchas veces supone cometer errores. Es la vida en este suelo, como dice el libro de Job, una batalla constante. Desde nuestro nacimiento hasta la muerte. Batalla del cuerpo contra las enfermedades, accidentes y vejez, y batalla del espíritu contra las tinieblas, las adicciones, los vicios y pecados.

Polos opuestos



Desafío tercero: Polos opuestos (Saga "El Interrogador")
© A. Bial Le Métayer
Imagen: Flora Westbrook



El interrogador
Desafío tercero: Polos opuestos


La compañía de seguros "Franz LZ Insurances" no era uno de mis clientes más habituales. De hecho, si la memoria no me fallaba, apenas había tratado un par de veces con ellos. En cualquier caso y en cuanto le vi, reconocí de inmediato a su máximo responsable y dueño de la misma, Franz Lengyel Zsoldos, un tipo fornido y con una constitución física que imponía a pesar de su edad y de que, al menos sobre el papel, no estaba en servicio activo y su labor, en la mayoría de ocasiones, se reducía a tareas de escritorio. Pero, como se suele decir, "quien tuvo retuvo", y al señor Lengyel todavía le quedaban bastantes pruebas del estilo de vida activo y aventurero que había llevado.

Me citaron en una céntrica cafetería, y hablo en plural porque cuando llegué me di cuenta que Franz estaba acompañado. Sentado a su lado se encontraba un hombre de mediana edad, elegantemente vestido, que no cesaba de mirar su reloj, seguramente mostrando su disconformidad con mi retraso - culpa de mi desastroso Peugeot de nuevo - o también con el hecho de que el jefe de la "LZ Insurances" hubiese decidido acudir a mí. Me lo presentó como Paul Davis, al parecer un famoso investigador de relojes. Me senté a un lado de la mesa, entre los dos (ellos estaban uno frente al otro), y Franz comenzó a explicarme el motivo de mi presencia allí, entre notorios signos de desaprobación de Davis, como por ejemplo que prestaba más atención a su café que a lo que decía Franz, o que me miraba escrupulosamente, como incitándome a que comentase algo, o a que me sintiera incómodo. O ambas cosas a la vez.

- Paulina de Hoz es una famosa ladrona de joyas, de hecho, está especializada en relojes, en concreto en la marca que más beneficios aporta.


Los últimos de la clase



Los últimos de la clase
© A. Bial Le Métayer


LOS ÚLTIMOS DE LA CLASE

Éramos los últimos de la clase, esos chavales a los que los profesores les ponían un cero en sus notas y se echaban a reír, porque les daba lo mismo y a sus padres también les daba absolutamente igual. Así que no estábamos en ese lugar precisamente por nuestra inteligencia, sino más bien por meternos siempre en medio de los líos y aparecer en las listas negras de los profesores (que también las había, y nos tenían tomadas las medidas).

Por eso, en cuanto el sabihondo de turno llegaba con un nuevo reloj, allá que nos íbamos a curiosear en torno a él. "Déjanoslo ver un momento", "¿qué hace?", "¿tiene cuenta atrás?", "déjame probarlo....". Vanos intentos que hacía el listillo por tratar de esquivarnos, puesto que siempre se lo acabábamos arrebatando de las manos entre sus negativas, primero trataba de resistirse pero al final cedía y fingía habérnoslo dejado él (éramos tontos, pero no tanto), y nos decía aquello de: "vale, os lo dejo, pero solo un rato, ¿eh?", y continuaba con una serie interminable de excusas: "que no es mío", "que me lo han prestado", "que mi padre va a preguntarme por él"... O sea, el muy capullo reconocía que tenía padre. Eso sí era jeta, y nos ponía más furiosos aún.

Dos coches de rally



Dos coches de rally (saga "Curvas y aceite")
© A. Bial Le Métayer



DOS COCHES DE RALLY


En cuanto Erika los vio aparecer, intuyó que habría problemas. Llamadlo instinto de mujer o como queráis. Eran tres tipos que llegaron en un BMW M3 azul oscuro, y lo dejaron en la explanada de entrada al taller.

No penséis que tenían aspecto de drogatas, de "quinquis" o de delincuentes, ni mucho menos. De hecho, y aunque no fuesen de esmoquin, vestían elegantemente. Fue su actitud, más bien, la que encendió todas las alarmas en la mecánica. Caminaban como si el mundo les perteneciera, y conversaban entre ellos bromeando como si fueran una pandilla de gamberretes. Aunque todos deberían rondar los treinta ya.

Uno llevaba una especie de minúsculo moño ridículo en la parte alta de la coronilla, ese "pegote" de pelo retorcido como una bola, que se había hecho tan popular entre los futbolistas y que, como ocurriera en los noventa con las perillas, o en los dos mil con los cortes al rape, muchos hombres habían imitado. Y es que no había cosa mejor para popularizar algo entre los hombres, por muy absurdo y vulgar que fuese, que hacer que lo luciese un futbolista, sean tatuajes, complementos como relojes o, como en este caso, peinados.

El soplón



El soplón (saga "Policía Armada")
© A. Bial Le Métayer


El soplón


Lorenzo ya nos esperaba sentado en un banco del parque de La Quiñones, en el barrio madrileño de Lavapiés. El gitano se entretenía viendo pasear a las jovencitas empujando sus cochecitos de bebé de la firma Dori, fabricados en el país por los vascos de Pildain y Urizarbarrena, S.C.R. A la vez, sentado en el borde del banco y con su brazo extendido sobre lo alto del respaldo como si fuera un potentado, fumaba compulsivamente Celtas largos. De hecho la caja, arrugada, ya acabada, estaba tirada a sus pies con su característico color naranja y blanco. Era evidente que las normas de comportamiento cívico y de mantener limpia la ciudad no iban con él.

Cuando pasaban a su lado algún grupo de estudiantes con minifalda, o mini-vestidos, sonreía y las piropeaba sin cortarse, llamando "guapa", "a ti te haría unos cuantos favores", "ese culito, qué bien se menea", y lindezas semejantes. Al parecer le iban las rubias de cabello trigueño y rizado.

Un señor de frac



Un señor de frac (saga "Un lugar en el tiempo")
© A. Bial Le Métayer
Imagen: Andrea Piacquadio



UN SEÑOR DE FRAC


Parecía un caballero fuera de su tiempo, sacado del renacimiento: traje de frac negro, poblado bigote grisáceo, pequeñas gafas de alambre, de forma redonda, brillante bastón lacado en negro con empuñadura en blanco... Pero lo que más llamó la atención de Adela - quizá deformación profesional - fue la brillante cadena plateada que, desde un lateral del chaleco, se columpiaba hasta el pequeño bolsillo relojero, fuera del cual se adivinaba el bulto de un reloj de bolsillo. Se dirigió mirando a uno y otro lado hacia el mostrador sobre el cual, y apoyada en sus codos, le observaba interesada Adela.

- ¿En qué puedo ayudarle? - Resolvió preguntarle ella, al ver que el caballero no se decidía a saludarla.

El hombre dio un ligero traspiés y, como saliendo de su aturdimiento, dijo ante Adela:

- ¡Perdone, señorita! Estaba abstraído observando los ejemplares de relojes... ¡Hermosas piezas tiene usted aquí!

La dependienta esbozó una mueca de sonrisa:

- ¡Gracias!

Seguramente ese cumplido alegraría a su abuelo.

- ¿Dispone de tiempo para escuchar una historia?

Robo en la barriada



Robo en la barriada (saga "La segunda opción")
© A. Bial le Métayer



ROBO EN LA BARRIADA


Romero estaba en una de esas épocas en las que se empeñaba en contratarme a una secretaria. Según él, me haría mucho más cómodo el trabajo y conseguiría que fuese más eficiente. Solía haber temporadas en que le daba por insistir con ello y yo sabía que, en realidad, la verdadera razón era muy distinta. Lo que él quería era ponerme una "tía buenorra" al lado para que nos liásemos y que "sentara la cabeza" de una buena vez, es decir, que cogiese una esposa, tuviera hijos y todo lo demás. La realidad era que ninguna mujer de ese tipo iba a fijarse en mí, un tipo "normalucho y feúcho" sin nada destacable, y cuyo trabajo como orientador de seguros no era, precisamente, lo más glamoroso del mundo. Quiero decir, que no era como ser policía, cirujano o catedrático de derecho.

Cierto que tenía a Fabiana, o bueno, "medio tenía", pero ella era una buena amiga y mis jugueteos con ella eran eso: divertimento, a ella le agradaba y yo me sentía cómodo teniéndola - y quién no - como una amiga. Pero eso no significaba que estuviese enamorada de mí - ni yo de ella, claro -. Fabiana estaba enamorada de su carrera, de su fama, y probablemente de su cuerpo.

Así que cuando Evaristo, un perito de la Romero y Cía que prefería que se le llamase Risto, me propuso acompañarle en una inspección, no lo dudé y me fui con él.