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Robo en la barriada



Robo en la barriada (saga "La segunda opción")
© A. Bial le Métayer



ROBO EN LA BARRIADA


Romero estaba en una de esas épocas en las que se empeñaba en contratarme a una secretaria. Según él, me haría mucho más cómodo el trabajo y conseguiría que fuese más eficiente. Solía haber temporadas en que le daba por insistir con ello y yo sabía que, en realidad, la verdadera razón era muy distinta. Lo que él quería era ponerme una "tía buenorra" al lado para que nos liásemos y que "sentara la cabeza" de una buena vez, es decir, que cogiese una esposa, tuviera hijos y todo lo demás. La realidad era que ninguna mujer de ese tipo iba a fijarse en mí, un tipo "normalucho y feúcho" sin nada destacable, y cuyo trabajo como orientador de seguros no era, precisamente, lo más glamoroso del mundo. Quiero decir, que no era como ser policía, cirujano o catedrático de derecho.

Cierto que tenía a Fabiana, o bueno, "medio tenía", pero ella era una buena amiga y mis jugueteos con ella eran eso: divertimento, a ella le agradaba y yo me sentía cómodo teniéndola - y quién no - como una amiga. Pero eso no significaba que estuviese enamorada de mí - ni yo de ella, claro -. Fabiana estaba enamorada de su carrera, de su fama, y probablemente de su cuerpo.

Así que cuando Evaristo, un perito de la Romero y Cía que prefería que se le llamase Risto, me propuso acompañarle en una inspección, no lo dudé y me fui con él.



Por supuesto, Risto no me lo había pedido por tener mi grata compañía, lo cierto es que se iba hacia uno de los barrios, más bien barriadas, del extrarradio de la ciudad, más conflictivas. Y no ir allí en solitario le haría sentirse más cómodo.

Evaristo tenía un Seat Ronda de color marrón, un "coche indestructible" decía él, que no quería cambiar por nada. Con su cabellera grisácea y amplias entradas en la cabeza, parecía más anciano de lo que era. Además, tenía una notable papada y profundos surcos de arrugas cruzando su frente y por los extremos de sus labios. Tenía sesenta y pocos años, y casi toda su vida se la había pasado en los seguros, primero como agente de cobros, cuando aún iban los cobradores por las puertas de las casas con el recibo del seguro. De aquella época guardaba muchos bonitos recuerdos y un sin fin de anécdotas, que contaba sin parar y con agrado en cuanto se lo sugirieses. "Antes - solía decir - las cosas se hacían de muy distinta manera, la gente confiaba una en la otra, y en ocasiones cuando ibas a cobrar te hacían esperar dándote una magdalena, o invitándote a un vaso de vino. Todo eso cambió en unos pocos años, desde finales de los ochenta la gente empezó a aislarse y a enfurruñarse unos con otros". Bueno, eso decía él.

Y es que Evaristo era un buen tipo. Chapado a la antigua, es cierto, y siempre protestaba por el carnet por puntos o porque ahora no dejaban beber al volante, pero tenía un gran corazón que, decía, se lo habían endurecido estos nuevos tiempos. Tenía unas grandes ganas de jubilarse, aunque sus razones eran un tanto extravagantes, "en mis tiempos ibas por los pueblos cobrando, te parabas en una cantina a comer, bebías vino para la comida... ¡Siempre se bebía vino en España, narices! Un buen rioja... Y volvías a la carretera sin que nadie te parase, no había esos aparatitos de ahora...". Por supuesto yo no opinaba lo mismo, los alcoholímetros habían salvado muchas vidas, y beber al volante - o beber alcohol en donde sea -, era un riesgo enorme. Risto había tenido suerte, pero otros no lo habían contado. El alcohol no es bueno para nada, y mucho menos al volante, pero en su imaginación a Evaristo no le entraba otra cosa, solo lo bien que se lo pasaba por aquellas carreteras secundarias durante los años setenta u ochenta, yendo de pueblo en pueblo y de casa en casa. Y mejor que no te contase sus "aventuras" con las señoras que estaban solas y que le veían llegar... Bueno, era evidente que había mucho de eso que, simplemente, se lo inventaba. Pero lo "vivía todo" y era mejor no darle vueltas ni buscarle las cosquillas.

Mientras el Ronda devoraba kilómetros, Risto me ponía en situación:

- Vamos a ver a Ramón, tiene una tienda de comestibles en la barriada, y dice que le han vuelto a robar.

Me di cuenta que había usado la palabra "vuelto".

- ¿Ya le han robado otras veces?

- Lo han hecho hace seis meses. Y hace doce... Dos o tres veces al año le roban, el dice que la zona es muy conflictiva... No sé yo...

La tienda de ultramarinos de Ramón era, en realidad, parte de una planta baja. Al llegar, vimos enseguida los desperfectos: la luna del escaparate - único que tenía - rota, y varios cascotes por el suelo. En el interior había un buen destrozo también, con parte de la mercancía desparramada, y cajas de comestibles abiertas.

- ¿Aún no ha instalado las cámaras que le aconsejé la última vez? - Escuché a Risto decir, mientras yo deambulaba por la tienducha.

- ¿Y de dónde voy a sacar el dinero, hombre? ¡Si me roban cada dos por tres!

Ramón era un típico tendero de barrio, llevaba un largo delantal blanco, que parecía hecho de estraza, y un chaleco gris sobre una camisa blanca. Tenía un peludo bigote, cabello negro encaracolado, y una calvicie notoria en la parte superior de la cabeza.

- ¡Precisamente por eso! Acabaremos por no asegurarle, Ramón. Esto no puede seguir así - Decía Risto, suspirando entre lamentos -. ¿Tiene copia de la denuncia? Déjemela, ande.

Las vecinas hacían corrillos fuera de la tienda, pude oír varias voces gitanas: "ca'al Ramón lan vuelto a robá otra vé"... "Mira tú quén habrá sío"...

Risto desdoblaba sobre el pequeño mostrador de la tienda un papelucho que el tendero le acababa de dar:

- ¿Esta es la denuncia?

- Sí señor, como siempre.

El gesto de Risto se tornó serio. Miró hacia mí de soslayo y entendí que algo pasaba. Me fui hacia él esquivando unos cuantos donuts y pastelillos que había tirados por el suelo.

- Está bien, espere. - Dijo Risto, yéndose hacia la salida con el papel en la mano. Le seguí, mientras Ramón se quejaba:

- ¿Qué pasa? ¿Qué problema hay? Yo pago religiosamente cada mes.

Una de las gitanas, una oronda señora de pelo negro, largo, recogido en una cola, nos miró y nos recriminó diciendo:

- ¿Qué le pasa al Ramón? Tienen que pagarle...

- ¡Eso, tienen que pagarle! - Repitieron algunas.

- ¡Su tienda no pué quedá así! - Repitieron otras.

Seguí a Risto hasta el coche. Empezaba a entender por qué me había pedido acompañarle. Meterse en aquel sitio uno solo debía de ser bastante peliagudo, había que tener bastante sangre fría, y ser un poco suicida, para hacerlo.

El perito de la Romero y Cía me tendió la denuncia:

- Míralo tú mismo.

Me dieron ganas de echarme a reír. Si no fuera porque la cosa podía volverse muy violenta, y pillarnos a nosotros en medio de todo el tinglado, lo hubiera hecho. La denuncia tenía cosas como:

"Motivo: Man roto el casparate".

"Identidad del denunciante: El señor don Ramón".

Ningún policía escribiría "el señor don Ramón" para identificar al denunciante. Aquella falsificación era de risa. Pero en todo caso, Risto decidió llamar para confirmarlo. Quién sabe, quizá había algún policía que quiso ser condescendiente y escribir "en la lengua del asaltado". Iba a ser que no, pero bueno.

Mientras Risto hacía sus pesquisas por teléfono, al lado del coche y con el papel de "la denuncia" sobre el techo del Ronda, paseé por los alrededores con mis manos en los bolsillos, tratando de transmitir calma a los grupos de curiosos que, en torno a su tendero Ramón, hacían piña observándonos.

En un aparcamiento cercano, junto a uno de los bloques de fachada rojo ladrillo, y pegado a un pequeño bareto que hacía esquina, se encontraban un grupo de jovenzuelos fumando marihuana, y al lado de coches tuneados. Todos eran viejos Citroen C2. El C2 fue un utilitario muy famoso en el mundo del tuning, aún se hacen kits de casi todas sus piezas de carrocería, especialmente faldones, defensas y alerones, para convertirlo en un coche típico de macarras. Recordé que en mis tiempos ese papel lo tenían los Seat 124 y Seat 132.

Con la música de uno de los coches a todo trapo, los "gamberretes" de los C2 no nos quitaban el ojo de encima. Ellos seguramente eran los que trapicheaban con drogas por la zona, y cualquier recién llegado les ponía sobre aviso.

Me di cuenta que Risto ya había acabado de hablar, y volví sobre mis pasos hacia él:

- ¿Y bien? - Quise saber.

- Falso. Es todo inventado. Hasta el formulario de la denuncia es falso, una mala fotocopia de un formulario antiguo que ya no se usa, me lo acaban de confirmar.

Sí, no me sorprendía. Pero ahora llegaba "lo chungo": ¿quién iba a ser el listo de decírselo a Ramón y a todos "sus fans"?

- ¿Y qué hacemos? - Pregunté.

- Quieren sacar unos billetes por el escaparate y la mercancía... Seguro que hasta saben quién les instalará el nuevo cristal del escaparate por menos dinero.

Por algo muchas compañías de seguros tienen su propio servicio de reparaciones.

Volvimos hacia la muchedumbre, y al acercarnos, las gitanas nos llenaron de reprimendas:

- ¿Qué? ¡Páguenle ya, hombre!

- ¡Estos payos no quieren pagarle al pobre Ramón!

- Eso no va así. - Dijo Evaristo, devolviéndole el papel de "la denuncia" al tendero -. Primero tenemos que hacer una valoración...

- ¡El escaparate vale muxo dinero! - Exclamó una de las gitanillas "sabelotodo".

- ¡Páguenle la "indemizació"! ¡La "indemizació" primero! - Exclamó otra.

- Tiene que venir alguien a cerrar esto - dijo Ramón, señalando hacia su escaparate partido -. No puedo dejar la tienda así.

- Eche la persiana metálica. - Aconsejé. Me miró lanzándome rayos por los ojos:

- ¡Tá rota! ¿¡Cree usté que si tuviera persiana, me habrían echo este boquete?

- ¡La "indempización"! - Corearon varias señoras, entre el jaleo, y entonces se pusieron a bailotear sevillanas de mala manera, canturreando:

- ¡Impenizació, páguele la impenizació!

Yo casi no podía aguantarme la risa, aunque sabía que no era un tontería y que podíamos meternos en un buen lío.

- ¡Póngale unas tablas, cierre eso, y veremos lo que hacemos! - Aconsejó Evaristo entre el griterío, tomándole la mano a Ramón, como despedida. Éste se quedó atónito:

- ¿Cómo que ponga tablas?

Eché a andar tras el perito de la Romero y Cía, que aceleraba el paso hacia su coche.

- ¿¡Cómo que ponga tablas, hombre!? ¿Pero de qué va? - Se quejaba el tendero. Las gitanas caminaban hacia nosotros, gritando a todo trapo:

- ¡La "indempinazión"! ¡La "indempinazión"!

Evaristo giró la llave nada más entrar en el habitáculo, pero el Ronda tenía muchos años y, por lo tanto no le iban las prisas.

- ¡Vamos, arranca, asqueroso coche! - Decía el perito, mientras yo a su lado me ponía el cinturón de seguridad.

- Creo que deberías dejar de tenerle tanto apego a esta basura... Al menos cambiar de coche cuando vengas a sitios así.

Mi compañero me dirigió una mirada asesina, como diciéndome: "¡no me vaciles ahora!", a la vez que giraba la llave sin parar, y el motor de arranque intentaba poner en marcha aquella cosa marrón. Vi entonces que varios de los "macarras" del tuning también se acercaban hacia nosotros, y no venían con buenas intenciones, precisamente. Eso ya no tenía ninguna gracia:

- ¡Vamos, arranca! - Grité, mientras las señoras se disponían a rodear el coche, gritando y bailando sobre no se qué de "payos ladrones que se van sin pagar la 'impemsación'". Justo en ese momento, el viejo y destartalado Ronda decidió encenderse. Risto pisó el acelerador, mientras sudaba por su cara, y su cabello grisáceo brillaba empapado en sudor. Yo no dejaba de mirar hacia atrás, lo que más me preocupaba eran los "kinkis" de los C2. Uno de ellos se agachó, y nos arrojó una piedra. La pedrada impactó contra la luneta trasera, produciendo un ruido brutal haciéndola estallar.

- ¡Acelera! ¡No pares! - Le dije a Risto, que miraba a todos lados temiendo que nos alcanzasen.

Abordamos la carretera principal saltando desde el camino que daba acceso a la barriada, y solo entonces pudimos respirar tranquilos. Evaristo buscó un pañuelo de papel por la guantera, musitando:

- ¡Mierda! ¡Mierda!

- Macho, necesitas un guardaespaldas para este trabajo...

- ¡Necesito jubilarme! - Exclamó, lanzándome una rápida mirada en la que aún se reflejaba una mezcla de susto y miedo -. ¡Jubilarme!


****



Llegué a mi despacho con la esperanza de poder relajarme un poco, pero no sabía si había salido de Guatemala para caer en Guatepeor. Allí me esperaba Romero, el propietario de Romero y Cía, junto con una chiquilla:

- Esta es Melia. - Me informó mi jefe -. Tu nueva secretaria.

La miré. Melia parecía una universitaria, no debía tener más de veinte años: delgadilla, melena rubia rizada, con minifalda, medias negras y zapatos de tacón alto. Se acercó a mí para darme dos besos:

- ¡Hola, señor Bjul!

Le sonreí, y cogiendo a Romero del brazo le pedí que esperase. Llevé a mi jefe al pasillo:

- ¿Qué experiencia tiene esa chiquilla? ¡Si parece que aún estudie en el instituto!

Romero se encogió de hombros:

- ¡Tiene buenas piernas!

- ¡No voy a coger a una niñata por secretaria!

- Piénsalo así - me recomendó Romero -, cuando tengas que enfrentarte a un caso entre hombretones, a ella la respetarán y te librará de situaciones peliagudas.

- ¡No quiero...! - Comencé a decir, pero me detuve. Al oír aquellas palabras, se me acababa de ocurrir otra idea -. De acuerdo, perfecto si quieres darle un empleo "por tener buenas piernas", no tengo nada en contra de eso, es tu dinero y el de tu empresa. Ahora bien, no conmigo.

- ¿Y con quién? - Quiso saber Romero -. Peor para ti si no la quieres, pero esta jovencita debe alegrarle los días a uno. Seguro que vendrías a trabajar con cara de felicidad.

Hice una mueca, señalando mi propio rostro con el dedo:

- Mi cara de felicidad es esta.

Entré en mi despacho, cogí a Melia por la muñeca, e hice que me acompañara. Nos dirigimos hacia el departamento de peritaje, y la puse frente a Evaristo mientras le decía:

- Risto, aquí tienes a tu nueva compañera. Enséñale lo que sabes.

El perito se quedó boquiabierto:

- ¿Es...? ¿Ella es "para mí"?

- Acabas de entrar en el servicio de peritaje de Romero y Cía - le dije a Melia, mirando sus bonitos ojos negros -. ¡Que te diviertas!

Romero seguía en el pasillo, de pie, inmóvil, apoyando su espalda en la pared y con las piernas cruzadas. Al pasar a su lado, me dijo:

- Uno trata de hacerle una favor a un empleado, y así lo paga...

- No quiero esa clase de favores. - Dije, abriendo la puerta de mi despacho.

- Pues decídete y búscate tú una que te agrade. ¡Vas a hacerme creer que no ha nacido mujer para ti!

Cerré la puerta. Inspiré profundamente. Ojalá fuera tan fácil como contratar a una niña y decirla que tiene que enamorarse de uno. Tal vez, sí, no había mujer para mí. Pero ni me importaba. No iba a perder el tiempo por tratar de averiguarlo. Me arrojé en mi sillón, y cogí el primer expediente entre la montaña de casos que tenía en espera. Las mujeres, de momento, no eran mi principal prioridad.


FIN

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| abiallemetayer |



1 comentario:

  1. Muy entretenida la historia. Gracias por publicarla y gracias al autor por cederla.

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