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Un señor de frac



Un señor de frac (saga "Un lugar en el tiempo")
© A. Bial Le Métayer
Imagen: Andrea Piacquadio



UN SEÑOR DE FRAC


Parecía un caballero fuera de su tiempo, sacado del renacimiento: traje de frac negro, poblado bigote grisáceo, pequeñas gafas de alambre, de forma redonda, brillante bastón lacado en negro con empuñadura en blanco... Pero lo que más llamó la atención de Adela - quizá deformación profesional - fue la brillante cadena plateada que, desde un lateral del chaleco, se columpiaba hasta el pequeño bolsillo relojero, fuera del cual se adivinaba el bulto de un reloj de bolsillo. Se dirigió mirando a uno y otro lado hacia el mostrador sobre el cual, y apoyada en sus codos, le observaba interesada Adela.

- ¿En qué puedo ayudarle? - Resolvió preguntarle ella, al ver que el caballero no se decidía a saludarla.

El hombre dio un ligero traspiés y, como saliendo de su aturdimiento, dijo ante Adela:

- ¡Perdone, señorita! Estaba abstraído observando los ejemplares de relojes... ¡Hermosas piezas tiene usted aquí!

La dependienta esbozó una mueca de sonrisa:

- ¡Gracias!

Seguramente ese cumplido alegraría a su abuelo.

- ¿Dispone de tiempo para escuchar una historia?




Tan inesperada pregunta cogió a la relojera por sorpresa totalmente. No se esperaba algo así.

- ¿Sobre relojes? - Musitó.

- ¡Por supuesto! - Respondió el caballero.

Adela hizo una mueca simpática:

- Eso siempre. - Y se incorporó sobre el mostrador, relajando sus brazos y apoyándose en él con las palmas de sus manos.

- Mi abuelo estuvo en la guerra civil...

- ¿En la española? - Le interrumpió Adela.

- Sí. Sirvió en las Milicias Nacionales. - Se mantuvo en silencio unas décimas de segundo. Al constatar que Adela no tenía más preguntas que hacerle, continuó exponiendo -: Por aquella época los relojes eran un bien muy preciado, puede usted imaginarse... - Se mordió la lengua. Acababa de darle pie para que la pequeña señorita que estaba ante él volviera a interrumpirle. No le gustaba verse interrumpido.

- Sí, cierto. - Dijo ella.

Y ya que estaba, alargó su mano hacia la relojera:

- Mi nombre es Florencio, por cierto.

Adela sonrió, y le tomó aquella huesuda y arrugada mano, de dedos largos y resecos como las ramas de un viejo árbol sin hojas en invierno:

- Adela.

- Bien, Adela... Bonito nombre... - Y siguió de inmediato para no verse otra vez interrumpido -. Permítame continuar.

- Claro.

Florencio carraspeó y luego siguió hablando:

- Le decía que por aquellos tiempos un reloj era un objeto enormemente preciado. Si lo piensa, no hacía mucho que la tecnología de engranajes mecánicos había podido ser, en parte a menos, "industrializada", y de hecho mucho del proceso de construcción y ensamblaje de un reloj seguía siendo, en gran medida, artesanal. O manual, si se prefiere.

"Cuando se habla de relojes en los campos de batalla, todo el mundo suele pensar en un aspecto: la resistencia. Pero, contrariamente a lo que la mayoría piensa, los relojes de aquellos años eran muy resistentes. Por supuesto, no disponían aún de sistemas de reducción de impactos como Incabloc, pero seguían siendo sobremanera resistentes. Todos sus componentes estaban hechos de metal, y no tenían piezas de plástico. Además, los engranajes eran menos elaborados, en la mayoría de los modelos de uso común".

"Por lo tanto no, no era la resistencia el principal problema. El principal problema era la precisión. Porque obligaba a los militares a tener que contar con algún reloj de referencia, y el resto de relojes, más o menos daban una hora un tanto aleatoria, cercana a la real pero eso: orientativa".

"Por eso quizá, mi abuelo acabó obsesionado con la precisión. Un defecto que yo, me temo, he heredado. Él me dejó algunos relojes antiguos en herencia, que conservo con gran cuidado por supuesto, y limpio, pero poco más. No los uso y, por lo tanto, tampoco les doy cuerda. Son un bonito adorno, pero solo sentimental, ya me entiende".

"Por eso, en lugar de relojes mecánicos, mi preferencia son los relojes de cuarzo. Mucho más precisos, estables y cómodos en el día a día".

Luego, Florencio extrajo su reloj de bolsillo, y se lo mostró a Adela:

- ¿Ve este reloj? Es un Citizen. Cuando Citizen hacía modelos de bolsillo de cuarzo.

Adela lo contempló:

- Supongo que en los setenta u ochenta...

- En efecto. Éste es un Q-8530 lanzado en 1979. Ahora son imposibles de encontrar buenos cuarzo de bolsillo.

- Bueno, con los smartphones y el radiocontrol, cualquiera puede llevar la hora actualizada en el bolsillo... - Le recordó Adela, sonriente.

El rostro de su interlocutor se tornó serio:

- ¡Oh! ¡No me hable de esos trastos, por favor!

- Ya...

- El caso es que hasta los cuarzo más longevos requieren alguna reparación, con el tiempo. No basta solo con cambiarles la pila.

Adela ya había notado el cristal amarillento, el esmaltado envejecido por el constante manoseo, y las agujas descoloridas:

- Sí, ya me he dado cuenta. - Convino ella.

- Le voy a pedir dos favores. - Y, acto seguido, desabrochó el enganche del reloj y dejó el instrumento para medir el tiempo sobre la mesa -: Uno, ¿podría restaurarlo?

- Si la parte electrónica está bien, no habrá problema.

Florencio sonrió:

- Me alegra oír eso. Y el segundo favor tiene que ver con el primero: ¿podría conseguirme otro?

Adela resopló:

- Esos modelos son muy difíciles de encontrar...

- Voy a serle franco, señorita Adela: a mi edad, esos artilugios de ordenadores, Internet y esas cosas... Me han cogido un poco por sorpresa, ¿sabe? - Confesó el anciano con resignación -. Por lo tanto me gustaría confiarle a usted que realice una búsqueda de algún modelo de ese Citizen que esté nuevo, o que pueda usted restaurar, y lo adquiera por mí. Me gustaría que fuera una sorpresa para mi nieto, por eso no puedo encargárselo a otra persona.

- Si lo encuentro no será barato... - Apuntó ella.

Florencio se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta del frac, y puso una tarjeta sobre el mostrador:

- Tiene de margen hasta los dos mil euros. Si es más, llámeme.

Adela esbozó una sonrisa:

- Florencio, no quiero sonar maleducada... Pero solo la restauración - señaló el Citizen de bolsillo sobre la mesa - deben ser más de quinientos euros.

El anciano no ocultó su rubor. Puso una mano ante él, en señal de calma:

- ¡Perdóneme! Cambio esa cifra. Digamos tres mil euros.

- Bien... - Musitó ella.

- Si es más, llámeme.

- Le llamaré cuando tenga algún resultado. - Y cogió el reloj de encima del mostrador -. En quince días espero tener terminado éste... Si no se complica.

Florencio sonrió:

- ¡Oh, no creo que se complique! Pero hace mucho tiempo que no lo toca una mujer, desde que falleció mi esposa... Así que entre sus manos se alegrará...

Mientras anotaba en el libro de registro de reparaciones los datos del encargo, una vez se hubo ido el anciano, Adela musitaba:

- Lo sé, abuelo... Sé lo que piensas, que quizá tengamos alguno en el almacén... ¡Pero me da muchísima pereza revolver entre las cajas! (...) Sí, sí... Ya veré...

A Adela no había cosa que le resultara más soporífero y tedioso, que rebuscar entre las cajas del almacén de la vieja relojería La Elegante. Muchos recuerdos acumulados, mucho polvo que retirar, y mucha melancolía con la que lidiar.

Prefería seguir dejando aquellos montones de relojes durmiendo plácidamente su tranquilo sueño en sus cajas.


****


El reloj de cuco le indicaba a Adela que eran las doce del mediodía. Había transcurrido toda la mañana, y el Citizen Q-8530 no aparecía por ningún lado. Ese era el problema de personas como Florencio, que ignoraban la red de redes hasta tal punto que llegaban a idealizarla, y tenían una idea de ella totalmente tergiversada. Piensan que Internet es como el saco de papá Noel en donde hay de todo, y que cualquier conocedor de la materia puede encontrar lo que sea. Cualquiera, claro, salvo ellos.

Pero no, Internet es bueno en algunas cosas, pero para otras no tanto. Y sobre todo para algo tan peculiar como aquel Citizen. Adela quería evitar tener que rebuscar entre las cajas del almacén y, como no quería escuchar a su abuelo protestar, cogió su chaqueta y salió.

No hacía frío en la calle, pero ella era muy friolera. Se subió a su coche sin poder dejar de pensar en el Citizen de Florencio. Mentalmente hizo un repaso de los contactos que pudieran ayudarla, y fue tan breve ese repaso que se repitió para sí misma la necesidad de abrirse más a relaciones con el sector. Ese era el gran problema de alguien como ella: enfrascada y encerrada en su vieja y oscura relojería, apenas se mantenía en contacto con otros profesionales. No obstante contacto humano no le faltaba, solo fuera por sus clientes y vecinos, claro. Pero no era ese el tipo de contacto que necesitaba en aquellos momentos.

Entonces, mientras seguía conduciendo sin rumbo fijo, casi sin darse cuenta de que salía de la ciudad, se empezó a preguntar que si utilizaba Internet para buscar vendedores de aquel Citizen, por qué no aprovecharse de esa misma herramientas para entablar algún contacto.

Recordó vagamente que, en ocasiones, dejaba algunos mensajes de felicitación por los trabajos que hacía una mujer restauradora, cuyas fotos subía luego a una red social. No era una restauradora de relojes, o al menos no solo de relojes, sino de todo tipo de objetos mecánicos. Recordó que se llamaba Irina Vermis. No sabía la dirección de su cuenta en la red social de memoria, pero algo que, hacía mucho había aprendido, era el dedicar el mayor espacio posible al historial en su navegador de Internet. De manera que aparcó a un lado, en una zona residencial, cogió su smartphone y abrió el historial. En el cuadro de búsqueda solo tuvo que introducir "irin...", y ya vio algunos resultados interesantes. Accedió a uno y, en efecto, allí estaba el perfil de Irina. Lo guardó en "favoritos", y luego le envió un mensaje privado, diciéndole que era relojera y que requería un poco de ayuda, si podía ponerse en contacto con ella.

Suspiró. En fin, la suerte estaba echada. Ahora, más tranquila, podía regresar de nuevo al trabajo, y dedicarse al viejo Citizen de Florencio. Sería perfecto si, en quince días, pudiera hacerle entrega de los dos ejemplares. Siempre y cuando encontrase uno en un estado aceptable, por supuesto.


****


Absorta en su trabajo, Adela no se dio cuenta de que la noche había caído. Había ignorado por completo los avisos del reloj de cuco, sonido que su mente pasaba por alto cuando necesitaba concentración. Se dio cuenta al mirar su Ulysse Nardin de lo tarde que era, aunque sobre todo le preocupaba el que no hubiera cerrado la tienda aún. A paso rápido, saltó de su taburete y se dirigió hacia la entrada. En toda la tarde no había recibido la visita de un solo cliente y, si la había tenido, desde luego no prestó atención y se le había pasado por alto. Echó un rápido vistazo a su alrededor para cerciorarse de que todo estaba bien, en su sitio, y que no faltaba nada. Evitó a propósito detenerse en el butacón de su abuelo, que parecía estar recriminándole en su cabeza: "no hay que dejar la tienda sin vigilancia". Ese era su gran defecto, un día le darían un buen susto, y se lo tendría merecido.

Giró la llave en la cerradura, echó el pasador, y regresó a la trastienda con paso decidido. Cogió su smartphone dispuesta a poner un anuncio, reclamar una ayudanta que se encargara, al menos, de estar tras el mostrador. No le vendría nada mal. Pero entonces se dio cuenta que había recibido un mensaje. Irina le había respondido, y entonces le expuso su problema con su Citizen.

Curiosamente, aún estaba recogiendo los bártulos, cuando la restauradora le respondió. Decía conocer a un tipo que vendía relojes de segunda mano y que, además, poseía bastantes contactos. Lo mejor era que vivía en una población cercana. Irina le facilitaba la dirección de correo y el teléfono del negociante, que tenía por nombre Ernest. Llamarle le pareció demasiado intrusivo, así que Adela decidió enviarle un correo electrónico. Luego se puso la chaqueta y, tras ordenar por escalas de aumentos las lupas de relojero, decidió finalmente dar por terminada su jornada en la tienda. Para entonces eran ya casi las once de la noche.


****


El Peugeot 108 se internó con agilidad por las pequeñas calles de la bulliciosa ciudad. Adela había quedado con Ernest en una cafetería, él decía haberle conseguido el Citizen que buscaba, y deseaba dárselo en persona, decía que esas cosas no deben enviarse por mensajero. Más bien lo que él quería era verla, se notaba a leguas y ella no era tonta. Pero si había que pasar por aquello, lo haría. Qué remedio.

Aparcó en zona azul, cogió su bolso y se fue hacia la cafetería. Por su Ulysse Nardin llegaba un minuto adelantada. Le gustaba ser puntual. A Ernest, al parecer, no. Él le había enviado una foto con la excusa de que se reconocieran y, de ese modo, que ella le enviase una suya. No cayó en la trampa y ella solo le respondió que llevaría un Ulysse Nardin Classico Jade. Con un Classico Jade en su muñeca, era difícil que se equivocara de chica: no era habitual ver ese modelo.

Entró en la cafetería y eligió la mesa más libre que estuviera cerca de las ventanas; a continuación pidió un batido. Dos minutos después, aparecía por la calle, elegantemente vestido, Ernest. Esperó a que entrase en el local, y entonces ella alzó el brazo. Ernest sonrió, acercándose con aires de grandeza y un orgulloso caminar. Se agachó levemente para que se dieran dos besos, pero Adela le tendió la mano. Notó enseguida el fuerte olor a perfume del hombre.

- ¿Así que busca el Citizen para regalar? - Le preguntó él, sentándose. Adela no le había contado toda la historia, no tenía por qué saberla. Tanto es así, que ni le había contado que era relojera.

- Así es.

- ¿A quién? ¿A tu novio?

A ella le desagradaba esa actitud de incordiante ligón del tipo que tenía ante ella, pero fue consciente de que, si quería conseguir el reloj, tenía que soportarle. Al fin y al cabo, con un poco de suerte aquello no duraría mucho.

- A una persona que lo estimará mucho. - Replicó ella, por toda respuesta.

La camarera se acercó, y Ernest pidió una cerveza, manteniendo en ella la mirada hasta que se fue. La camarera era una jovencita, de cabello rubio recogido en una bonita coleta. Adela no pudo evitar sentir una cierta vergüenza ajena cuando notó cómo Enest mantenía con descaro la vista fija en el trasero de la camarera, hasta que ésta se internó tras la barra. Luego, volvió a mirar a la de cabello castaño rojizo, sonriente y alegre:

- Mi problema es que me gustan todas las mujeres... - Exclamó sin ton ni son, como si aquella revelación fuera, de por sí, toda una declaración de intenciones para que Adela pugnase por ocupar un lugar entre las preferencias del tipo que tenía ante ella. Decidió cortar por lo sano, y empezaba a dudar de si tres mil euros serían suficientes por aguantar todo aquello:

- ¿Podríamos volver al reloj, por favor?

- ¡Ah, sí! - Dijo él.

- ¿Lo trae con usted?

Él sonrió:

- Trátame de tú, Adela; me incomoda que me traten de usted.

Tragó saliva. Le iba a decir que no, pero recapacitó en que necesitaba el reloj:

- ¿Pues lo traes contigo? - Insistió, ya bastante harta.

De una bolsa de la compra que llevaba, Ernest sacó una caja:

- No me ha sido fácil conseguirlo, guapa...

- ¿Cuánto pides por él? - Sí, la había hecho ir hasta allí, sin ni siquiera saber el precio.

Ernest colocó las manos sobre las de Adela, que tenía sobre la caja, y entonces ella las retiró de inmediato.

- Es un Citizen de bolsillo, de cuarzo, ¿sabes? Ya no se fabrican estos relojes. Es del año 1980, y en su día costaba más de trescientos euros.

Aquél reloj no pasaría de cien, y tampoco era de los ochenta, sino de los setenta, pero se lo concedió. Él continuó:

- Yo hago negocios con relojes todo el tiempo, soy experto en "vintages"...

Adela no pudo evitar echarle una mirada al reloj del hombre que tenía frente a ella... ¿Experto en relojes antiguos, y llevaba un Viceroy? ¡Era de risa! Se hizo la tonta, era mejor eso que comenzar con Ernest una interminable confrontación de opiniones:

- ¿Y cual es su precio actual? - Preguntó ella.

- ¡Miles de euros! - Bramó él -. Aunque tengo otra proposición...

- ¿De cuantos miles estamos hablando? - Intentó encauzar ella. Él frunció el ceño:

- ¿No quieres saber la proposición? Podría hacerte una buena rebaja... Tengo mi apartamento a pocas manzanas de aquí, podríamos "negociar" allí, ya me entiendes. - Propuso él, con una sonrisa de oreja a oreja.

Adela tomó su bolso y se levantó. No dijo nada. Se fue a la barra, pagó su batido, y se largó. Ya había soportado más que suficiente, y no todo era el dinero. Podía vivir perfectamente sin los tres mil euros de Florencio. Que a su nieto le regalase un Casio F-91.



****



- ¿Hay alguien? - La voz ronca de Florencio siguió al sonido de la campanilla de la puerta de entrada. A Adela le disgustaban ese tipo de clientes impacientes que, en cuanto entran, quieren que alguien llegue corriendo a atenderlos. Prefería con mucho a los que carraspeaban disimuladamente para hacer notar su presencia.

- ¡Ya voy! - Gritó la mujer desde la trastienda.

Apareció desde la tenue luz artificial del taller. Su bata estaba cubierta de polvo de casi tantos años como la propia relojería. Luego, se agachó levemente hacia la parte trasera del mostrador, hizo a un lado una de las puertas correderas, y sacó una cajita.

- ¿Lo ha restaurado? - Preguntó el cliente.

- Comprúebelo usted mismo -. Respondió una sonriente Adela.

Nunca se acostumbraba a la cara de emoción y sorpresa cuando los clientes veían por primera vez su reloj restaurado, y con la misma imagen que tenía cuando lo adquirieron. Florencio sacó con cuidado el Citizen de la acolchada cajita:

- ¡Cielo santo! ¡Qué bien ha quedado! - Y miró a la relojera -. Tiene usted unas manos de oro, jovencita.

Adela se encogió de hombros, sin dejar de sonreír:

- Gracias.

Entonces, Ernest extrajo del bolsillo relojero la cadena:

- ¿Me lo puedo colocar?

- Como usted prefiera.

Mientras lo hacía, el anciano de frac miró de soslayo a la dependienta:

- Usted y yo teníamos otro negocio, o puede decirse que ésta es la primera parte del encargo que le hice.

- Cierto.

- ¿Y la segunda? ¿Consiguió el modelo por Internet?

- ¡No! - Exclamó ella. El cliente miró ligeramente al suelo, y un atisbo de tristeza empañó su reciente alegría:

- ¡Oh! Vaya... Claro, lo entiendo, no debe haber casi nadie ya con estos relojes...

- Espere aquí un momento - Adela caminó hacia la parte de atrás, y mientras regresaba, explicaba - por Internet pedían demasiado...

- Le dije que se lo pagaría...

- No me refiero a dinero. Además, era de segunda mano. - Y colocó ante él una caja de amarillento cartón -. Éste es nuevo.

Las huesudas manos del anciano temblaban al acercarse a la caja. Adela sonrió, porque se le hacía interminable la espera:

- Vamos, ábralo, no se va a romper. Si ha estado en el almacén todos estos años, es hora ya de que alguien le dé uso.

La miró con ojos como platos:

- ¿Usted... ? ¿Usted lo tenía?

- Sí... Bueno, mi abuelo. - Respondió, lanzando una furtiva mirada a la vacía butaca de su izquierda.

- ¿Y cuánto me cobra por él? ¿Los tres mil euros? ¿Podría dejarlo en ese precio, si es posible? Entiendo que...

Ella le cortó:

- Por la restauración de su Citizen le he dicho que serían quinientos euros - le recordó, señalando la cajita vacía y abierta de terciopelo azul en su interior -. Éste..., se lo regalo para que se lo dé a su nieto.

El anciano se llevó una mano a la altura del pecho:

- ¡Oh! ¡Muchas gracias! ¡Había ahorrado dos años para esos tres mil euros! ¡Dos años esperando para regalar este reloj! - Confesó el curioso y extravagante señor de frac, con los ojos humedecidos por la emoción. - ¡Déjeme darle un abrazo, señorita Adela!

Adela sonrió, pero interrumpió a medio camino el abrazo que le proponía el anciano, acercándose:

- ¡No! ¡Abrazos no, muchas gracias! - Ya había tenido bastante "contacto humano" por una buena temporada, pero buscó una excusa para que el anciano no se sintiera rechazado -, además, me he puesto perdida de polvo rebuscando por el almacén, no quiero ensuciarle ese elegante frac.

Florencio, que ya tenía muchos años - y experiencia -, lo entendió enseguida:

- ¡De acuerdo, de acuerdo! - Y añadió -. Mi nieto se sentirá muy feliz, ¡y a mí también me ha hecho muy feliz! ¡No sabe cuánto!

- Y eso me alegra a mí. Disfrútenlos.

Cuando el anciano salió por la puerta, Adela se dio media vuelta y regresó a su taller:

- ¡Sí, abuelo! ¡Tenías razón! ¡Tenía que haber empezado por el almacén! (...) Ya lo sé, abuelo..., en Internet hay mucho pirado. No te preocupes, he aprendido la lección y me lo pensaré dos veces antes de volver a quedar con nadie... ¡Tú vigila por si alguien entra!

FIN

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| abiallemetayer |

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