Misión cumplida
© Sergio L. Doncel Núñez
Imagen: Teguh Sugi
"Si una historia de guerra parece moral, no la creáis" (Tim O' Brian)
No cabe duda de que la guerra es una excelente coyuntura para matar a alguien. Incluso a uno de tu propio bando. Así lo entendía el soldado William Ray, cuyos ojos, enrojecidos por el humo, permanecían clavados en la espalda de su capitán.
Agarró con fuerza el fusil. Estaba esperando una oportunidad que no llegaba. Una explosión le obligó a desviar la atención y volver a fijarse en los enemigos que disparaban sobre ellos.
El pueblo controlado por el enemigo había amanecido con una lluvia de proyectiles de mortero. Acto seguido, el ambiente se llenó del tableteo de las ametralladoras y el rugido de los cañones. Tras muchas dilaciones, había comenzado el tan preparado asalto. El capitán Thadeus Snider encabezaba la primera oleada, compuesta por veinte hombres y respaldada por morteros y piezas de artillería de bajo calibre. Debía romper la línea defensiva exterior del pueblo mediante una acción rápida y violenta.
William Ray se agachó para cubrirse. Las balas horadaron el suelo levantando tierra y restos de asfalto. Ya habían perdido a varios hombres, era un avance muy duro pero constante. El soldado Ray, que se había distinguido en anteriores ocasiones por su valentía y arrojo, pensó en sus circunstancias. Él o el capitán podían ser los siguientes en morir. Odiaba al capitán Snider por diversas razones. Y había resuelto que era de justicia poner fin a su existencia aprovechando la confusión de la batalla. Le tenía siempre a tiro, aunque eso no era suficiente.
A Ray, a pesar de haber visto ya muchas vísceras, se le revolvían las tripas cuando atisbaba el semblante curtido y cruel de Snider mientras se desplazaba, daba órdenes, disparaba como un poseso intentando romper la resistencia enemiga... Sus movimientos, ágiles y estudiados, eran los de un cazador. Sí, era un experimentado cazador de hombres. Ray, desde luego, conocía alguna de las hazañas acometidas en el bosque infernal donde habían estado estancados hasta hacía poco más de un día...
Era un simple poste de madera con un pobre tipo atado a él de pies y manos. Se alzaba solitario en medio de un claro y los buitres, sus negras formas recortadas en el azul del cielo, revoloteaban en lo alto. Aunque malherido, el prisionero aún vivía y en su mirada se adivinaba el terror.
Cuatro hombres uniformados, con los fusiles por delante, se le acercaron desde cuatro puntos distintos. El prisionero estaba amordazado y parecía tener algo ocupando gran parte de su boca. No podía expulsarlo y hablar, ni tampoco podía escapar del poste por su cuenta.
Cuanto más se acercaban los soldados, más se retorcía el prisionero. Quería hablar. Sus compañeros no estaban acostumbrados a la guerra, no eran militares profesionales. Pocas semanas antes no eran más que unos humildes campesinos y ahora, reclutados a la fuerza, defendían unas tierras que poco les importaban. Con aire ingenuo, comprobaron que no había peligro a la vista; uno de ellos se adelantó y le arrancó la mordaza al prisionero. Descubrió con espanto lo que tenía dentro de la boca. Era una especie de artefacto vagamente familiar.
Y el artefacto explotó y el tipo del poste y los cuatro que habían ido a rescatarle volaron por el aire hechos pedazos. Los buitres se retiraron momentáneamente.
El sonido de la deflagración se extinguió y el claro volvió a quedar en silencio.
De las sombras del bosque surgió un individuo delgado que vestía de negro. Caminando tranquilamente por el escenario de la masacre, examinó con interés lo que quedaba del brazo de uno de los malogrados soldados. Un resto de brazo consumido, requemado y maloliente.
- No puedo creer que hayan vuelto a caer en la trampa - dijo en voz alta el hombre de negro, Thadeus Snider. Arrojó el miembro a lo lejos-. En fin - añadió, sacando de su bolsillo una petaca-, eran cinco y eso hacen cinco tragos a la salud de mis víctimas - tomó cinco sorbos de coñac, sin apartar la vista de los mutilados cadáveres. Al terminar, una sonrisa torcida destacaba en su faz angulosa, pálida.
Una vez devolvió al bolsillo la petaca, se caló su gorra de oficial, dio media vuelta y regresó a su campamento silbando la melodía de una vieja balada (Peace In Our Life).
Ray había escuchado la narración de la caza de labios del propio capitán, que la había puesto como ejemplo de lo que había que hacer en situaciones en las que el enemigo te superaba en número por cinco a uno. Mas ahora le tocaba a él ser la presa.
El enemigo se defendía con uñas y dientes desde los cochambrosos edificios que marcaban el inicio del pueblo. Debían de ser los mejores hombres de su putrefacto ejército, juzgó Ray. El fuego de los morteros, empero, había conseguido desalojarles de sus trincheras y agujeros. Retrocedían. Ray se alegró. Quizá pronto lograran entrar, si bien la perspectiva del combate callejero tampoco era muy agradable.
El capitán Snider se había esforzado mucho en la tarea de obtener información valiosa acerca de las defensas del enemigo, planeando así un ataque solvente, con garantías de éxito. Para ello, había utilizado cualquier procedimiento al alcance de su mano, demostrando una absoluta falta de piedad, incluso para obtener el más miserable gramo de información...
Thadeus Snider no recibió ninguna bienvenida calurosa por parte de sus camaradas al llegar al campamento, un conjunto de tiendas de campaña camufladas bien protegido por centinelas armados hasta los dientes. De hecho, la mayoría le odiaba o le temía, o ambas cosas a la vez. A pesar de su eficacia como oficial, los soldados rasos veían con malos ojos a los miembros del servicio de inteligencia del ejército.
En verdad, era un sujeto metódico y sumamente riguroso en su dedicación a la guerra. Exigente y casi inhumano, no toleraba la indisciplina. El primer día en aquella unidad uno de los soldados a los que estaba pasando revista se había negado a desprenderse de un determinado efecto personal. Y le había mirado mal: era un soldado sacado directamente de la cárcel, un tipejo problemático y con mal carácter.
El capitán Snider reaccionó rápido, aferró firmemente la mano del soldado y clavó en ella un cuchillo que extrajo de la nada. La cosa habría ido a más de no ser por la intervención de James Derrick, un capitán de infantería. Éste, con el tiempo, se convirtió en el único hombre de confianza de Snider. Era un joven apuesto e inteligente, con el pelo rubio cortado a cepillo, y siempre trataba de poner paz en las disputas y aportar algo de paciencia y buena voluntad a aquella escuadra hacia la muerte.
James Derrick salió de su tienda e intercambió unas palabras amables con varios soldados que estaban jugando a los dados. Hacía un buen día. El crudo invierno de aquellas tierras había dejado paso a una estación más cálida y tolerable. Vio a Snider y le saludó, inquiriéndole sobre el resultado de su incursión. A Snider le fascinaba llevar a cabo operaciones por su cuenta y riesgo. Le enseñó a Derrick su petaca y éste se dio por enterado. Luego, Derrick se puso rígido y anunció:
- Los chicos han cogido a lo que parece un oficial enemigo que ha desertado. Dada nuestra situación actual, casi prefiero - dudó un momento-, el comandante prefiere que le interrogues tú.
La situación actual era bien jodida, en opinión de Snider, y poco más se podía decir al respecto. Su unidad estaba tras las líneas enemigas, casi sin abastecimiento y a la espera de una gran ofensiva varias veces retrasada. Supuestamente estaban sitiados, pero unas cuantas escaramuzas habían convencido al enemigo de que le convenía dedicarse a reforzar sus defensas antes que intentar acabar con ellos. Pero no podrían aguantar así eternamente. Eran más débiles de lo que aparentaban y tenían enfrente a un enemigo no muy preparado pero numeroso hasta la saturación.
Las últimas noticias de sus superiores eran desalentadoras: les exigían dirigirse a una población al norte, al final del gigantesco bosque en que se encontraban. Era un pueblo abandonado donde el enemigo guardaba materiales de guerra. Aun así, lo más importante es que desde ahí se controlaban importantes vías de comunicación. Tenían que tomarlo al asalto y asegurar el dominio de la plaza. Un cometido casi imposible.
Con diversas tretas y excusas, el jefe de la unidad, comandante Xavier Gibbons, había logrado retrasar el asalto. No obstante, nadie dudaba que al final tendrían que ir ahí a combatir, y por ello debían reunir toda la información posible sobre aquel lugar, especialmente sobre cómo lo protegía el enemigo.
Entraron a la tienda donde estaba el prisionero, un viejo arrugado como una pasa, esquelético y de aspecto enfermizo. A Snider le desagradó sobremanera. El soldado que le custodiaba informó:
- Le han cogido esta mañana en una patrulla de reconocimiento, mi capitán. Creemos que viene del pueblo... Asegura que no quiere luchar más y que sólo aspira a reunirse con su familia, que se encuentra en territorio controlado por nuestro ejército.
El oficial enemigo, sentado en una silla, llevaba un irreconocible uniforme hecho jirones. El de Snider tampoco es que reluciese. Al principio había sido un uniforme de elegante tono negro, con las insignias de los servicios especiales de inteligencia. A Snider no le importaba utilizar aquel uniforme tan vistoso y no el del camuflaje, era su forma de decirle al enemigo que no le tenía miedo. Ahora estaba sucio y raído. Arrastrarse por el barro, soportar las inclemencias del tiempo, participar en largos combates y terminar lleno de... la herrumbre de la guerra, dentro y fuera de sí. Tal era su bagaje guerrero y nada había pasado en balde, ni para el uniforme ni para el propio Snider.
Se inclinó sobre el viejo, que temblaba como una hoja. Le debían de haber hablado de lo que hacían los hombres de negro con los prisioneros. Empezó a suplicar y Snider cortó su parloteo de una bofetada.
- ¿De qué defensas y tropas disponen en este cuadrante del mapa? - empezó a inquirir, implacable-. ¡Responda inmediatamente!
El prisionero negó con la cabeza y volvió a suplicar. El terror que manifestaba aún no había aniquilado la pizca de honor y de dignidad que le quedaba.
Snider le abofeteó de nuevo, con más fuerza.
- Quiero esa información ¡ya! ¿Puede comprenderme? Maldito piojoso - gruñó, sujetando el rostro del viejo-, estoy harto de su país de mierda y de sus patéticas gentes. Sólo deseo arrasarlo cuanto antes y salir de aquí. De civilizarlo ya se encargarán otros.- Snider se había quitado la gorra y sus cabellos negros y grasos le caían sobre los ojos-. Si no quiere hablar, le daré un tratamiento especial...
Pidió a Derrick unos alicates. Éste se los dio, reticente. Sin esperar a que el viejo recapacitase, le arrancó de golpe una uña utilizando los alicates. El hombre se retorció de dolor y casi se desmayó, pero Snider lo evitó de dos tortazos. El soldado le mantenía sujeto en la silla.
- ¿Otra? - preguntó Snider, componiendo un gesto macabro-. Tan sólo proporcióneme la información que necesito, todo habrá acabado... y podrá reunirse con su familia.
El viejo lloraba y, cuando Snider colocó las pinzas del alicate en el borde de otra de sus uñas, empezó a balbucear en su idioma, y Derrick fue traduciendo mientras Snider tomaba notas en un cuaderno. La información les sería útil.
- Ya está - suspiró Derrick tras la confesión. Parecía aliviado.
Snider cruzó los brazos delante del pecho.
- Soldado, ejecute a este prisionero y córtele en pedazos. Después, usted y otro hombre más esparcirán sus restos por el bosque, cerca de las posiciones enemigas. Así les meteremos el miedo en el cuerpo.
- ¡Espera, prometiste liberarle si hablaba! - protestó al instante Derrick, señalando al viejo, confuso y desecho.
- Liberarle... Así es. Es justamente lo que voy a hacer - replicó Snider con aire inocente-. Y para una basura como ésta, un ser roñoso en este país podrido, la mejor liberación... ¡es la muerte!
Dicho esto, desenfundó su pistola y disparó sobre el viejo a bocajarro, haciéndole saltar la tapa de los sesos. La sangre salpicó a los presentes. Derrick, sorprendido, fue a decir algo, pero prefirió abandonar la tienda murmurando improperios.
- Soldado, haga lo que le he ordenado - concluyó el capitán.
Y salió de la tienda mientras echaba un trago de su petaca. El soldado que quedó encargado de tan fúnebre cometido no era otro que William Ray.
Según los cálculos de Snider, el enemigo defendía el pueblo con un número de efectivos que oscilaba entre 150 y 200. Ellos sólo sumaban 64. Pero contaban con el factor sorpresa y, lo que era más determinante, con otro ataque: el alto mando había iniciado la gran operación y estaba en condiciones de aseverar que podría entrar en el pueblo desde la otra punta. Por lo demás, había sido tajante al exigir al comandante Gibbons que acabara de una vez por todas con esa piedra en el camino hacia la victoria.
Y allí estaban, a las afueras de una deprimente población gris de casas bajas y medio derruidas por los recientes bombardeos aéreos, con sus aguerridos defensores lanzándoles todo lo que tenían. Lo más imponente hasta ese momento había sido una batería antiaérea en posición horizontal que - con sus obuses de 88 milímetros- había cortado por la mitad a tres soldados. Snider exigió que la volaran empleando granadas, acción que requería acercase peligrosamente. Lo consiguieron. Dos soldados regresaron heridos, casi arrastrándose. El tercero murió al caerle encima una granada del enemigo.
Ray se sintió afortunado. Si se hubiese cruzado en el campo de visión de Snider, estaba seguro de que le habría tocado a él deshacerse de la batería antiaérea. ¿Cómo es que los aviones no la habían destruido? Ya daba igual. Su mente estaba dedicada a otras obsesiones. En realidad, no era tan fácil matar a un oficial en plena batalla. Una bala perdida del enemigo o un francotirador consciente de la importancia del hombre de negro podrían hacerlo por él, pero Snider tenía de su lado a la suerte en esos lances.
Las nubes de polvo que provocaban las continuas explosiones le envolvieron. Tosía y le lloraban los ojos, pero no le había alcanzado la metralla. No podía decirse lo mismo de muchos de sus compañeros, que agonizaban junto a él o eran malamente atendidos por el único sanitario de la unidad. Ray estaba de acuerdo con la guerra y sus causas, no en vano se había alistado lleno de ideales y buenas intenciones respecto a la misión. El problema era que el capitán había traspasado todos los límites, comportándose como un auténtico criminal de guerra.
La escena con el prisionero enemigo había sido atroz y, sin duda, una de tantas crueldades del temible oficial. Poco después, Ray había tenido que comparecer ante él en una inolvidable cita que le había convencido de que debía matarle...
A Snider le habían destinado a los servicios de inteligencia por su brillantez intelectual y astucia. Sus convicciones militaristas e imperialistas le hacían muy leal al ejército y a su misión. Anteponía a todo su sentido del deber, lo que le había granjeado múltiples enemistades. Y poseía un punto de crueldad quizá necesario en semejantes circunstancias. Por ello, en el campamento se armó un pequeño revuelo al saberse que el capitán había mandado un mensajero a William Ray para que se presentara ipso facto ante él, interrumpiendo así su guardia como centinela. Es decir, o era muy urgente o Snider quería pillarle de improviso.
Todos eran conscientes de que la citación significaba que Ray había hecho algo mal y que iba a ser castigado tras una sesión de duro y humillante interrogatorio. Habiendo sido testigo de las acrisoladas destrezas del capitán, a Ray se le hizo un nudo en el estómago y le flaquearon las piernas cuando abandonó su puesto entre palabras de apoyo de sus compañeros.
Ya en el campamento, Ray, un joven corpulento, amigable y bastante cerebral, con muchas horas de sueño acumuladas, se presentó en la tienda del capitán, quien se hinchó como un globo ante el saludo militar de su subordinado. Ni se molestó en devolverlo, limitándose a indicarle con fingida amabilidad que tomara asiento. Les separaba una mesa de hierro cubierta de documentos.
La prepotencia de Snider inundaba de tal modo el ambiente que casi se podía cortar con un cuchillo. No hablaba, simplemente escrutaba a Ray como si éste se tratara de un curioso objeto de exposición. Por supuesto, el soldado tampoco abrió la boca. No estaba nada tranquilo, pero suponía que Snider le intentaría confundir e inquietar, por lo que adoptó una expresión neutral y relajó sus músculos.
Por fin, Snider posó la mano izquierda en la mesa, al lado de su gorra negra, y comenzó a tamborilear con los dedos. Sombrío y desganado, se arrimó al borde y preguntó:
- ¿Sabe cómo hemos llegado a esto? - Ante el estupor de Ray, añadió- : Me refiero a este bosque odioso, a esta situación de parálisis, de bloqueo…
El interpelado asintió afirmativamente.
- Sí, mi capitán. Somos una unidad de comandos del ejército. Cuando invadimos este país, se preparó una importante ofensiva que fue precedida por el lanzamiento masivo de paracaidistas tras las líneas enemigas. Nos desplegamos e hicimos nuestro trabajo, destruyendo e inutilizando muchas defensas del enemigo, creando un caos considerable. La invasión posterior fue un éxito, pero varias unidades, entre ellas la nuestra, se vieron atrapadas y rodeadas en este bosque, donde el enemigo concentraba gran parte de sus fuerzas. El alto mando aún no ha decidido venir a rescatarnos - Ray hablaba con calma, aunque sospechaba que no estaba allí para ser examinado sobre el estado de la misión-. Dijeron que no nos dejarían solos... Nos mintieron, señor.
- Exacto - convino Snider, e hizo un gesto con la mano que abarcó su tienda, repleta de libros, cuadernos, sucios uniformes de campaña y mapas-. Y estoy muy harto, asqueado de este país. Estoy de barro hasta el cuello, y de enfrentamientos absurdos también… Verá, si tuviésemos blindados ya habríamos arrasado esa maldita aldea y a sus infectos moradores hace tiempo. Pero, por lo que veo, vamos a tener que recurrir a la vieja usanza: carga a muerte. En esta tesitura, necesito soldados que cumplan, soldados que no se echen atrás porque sean unos melindrosos.
Se hizo el silencio. El temor regresó a Ray: Snider, por supuesto, lo sabía.
- Señor, con el debido respeto, no comprendo por qué…
El capitán alzó su dedo para acallarle.
- Hasta que realicemos el ataque, más vale que el enemigo nos respete, que crea que, si viene aquí, va a salir escaldado. Nuestra ventaja es que, como unidad pequeña, podemos movernos con relativa facilidad y dar zarpazos. Así hemos logrado sobrevivir. Es lo que he intentado conseguir, mantener a salvo la unidad, una unidad sitiada. De lo contrario, estamos perdidos. El problema es que los hombres de su calaña - señaló a Ray con desprecio- no contribuyen a ello. Usted, soldado - prosiguió, escupiendo las palabras-, ha desobedecido mis órdenes y ha puesto en peligro la misión.
La sospecha de Ray se había confirmado. Trató de excusarse al momento, apelando a la buena voluntad del oficial. Fue en vano. Snider no se conformaba con que hubieran dejado expuesto el cadáver del prisionero. Él había especificado que tenía que haber sido troceado y repartido. ¿De quién había sido la idea de dejar el trabajo a medias? Mostraba una verdadera obsesión por que Ray acusara al otro soldado encargado de la tarea.
- Le daré una oportunidad para salvar su carrera - afirmó Snider-, pues es usted un buen soldado. Inculpe al soldado John Biggs y, si me asegura que le obligó a no seguir mi orden, únicamente él será castigado.
Ray tomó aire antes de responder:
- Señor, prefiero correr su misma suerte. Mejor aún, castígueme a mí: la idea fue mía. Yo le convencí para no acabar el trabajo.
Snider esbozó una sonrisa sarcástica.
- Cuánto honor - canturreó-. Soldado, ya debería comprender que hay algo más en este asunto. Las tentaciones, los sentimientos humanos ponen en peligro la misión. La unidad entera podría desaparecer en el caos de los sentimientos. Le hacen a uno distraído y pierde de vista su deber - Snider carraspeó-. Sé lo que hizo en el bosque con Biggs. ¡No ponga esa cara, yo estaba allí, vigilándoles! Tenía indicios y quería verlo con mis propios ojos. Lo esperaba, por eso les envié a las profundidades del bosque, para que lejos de miradas indiscretas pudieran entregarse a sus devociones mutuas. Yo no debo preguntar y usted no lo debe contar, Ray, pero ya es tarde. Su desliz y su comportamiento pueden afectar a la misión. ¿Cómo podré confiar en usted en el campo de batalla si lo más probable es que esté pensando en la bragueta de Biggs?
De golpe, un furioso Ray se incorporó, lívido, con el gesto contrariado. Sus ojos pardos echaban chispas. A duras penas logró contenerse.
- Señor, usted mismo ha dicho que soy un buen soldado. Estoy dispuesto a renunciar a Biggs y a seguir haciendo bien las cosas. No sé qué pretende con esto. Puede sancionarnos, adelante, pero le aseguro que…
- ¡Silencio!- Snider también se había levantado. Dio un puñetazo sobre la mesa-. Cállese, soldado, maldita sea. Aquí hablo yo y aquí amenazo yo. Biggs es una mala influencia para usted. Le doy una única vía para librarse de ella: acusarle. Si se niega, no les sancionaré, sino que difundiré el hallazgo entre la tropa. Ya sabe que una cosa es un inocente rumor y otra, la descarnada verdad. Esos brutos no lo tolerarán y se ocuparán de sancionar vuestro inmoral comportamiento contra natura. En suma, debe demostrarme que es capaz de sacrificarse y dejar todo de lado, como yo, para ganar esta guerra, ¡para civilizar este maldito país! Si no, ya sabe a qué atenerse.
Rodeó la mesa y se situó junto a Ray, tomándole de los hombros con afecto. Quería provocarle. Sus ojos brillaban, llenos de malicia y pérfida inteligencia. Adoptó un tono conciliador, casi cómplice:
- ¿Qué me dice? ¿Acepta el trato? Le doy mi palabra de honor de que el castigo de Biggs será muy llevadero.
Ray observó al capitán, de rostro demacrado y ojeroso, y calibró sus posibilidades. Arrugó la nariz ante el pestazo a coñac barato que emanaba. Lo cierto es que no tenía escapatoria: era tan seguro como que pisaban sobre un suelo regado por sangre que, si no aceptaba sus términos, no se detendría hasta destruirles a los dos. Aceptó y salió de la tienda sintiéndose enfermo por haber acusado falsamente a su amigo.
Naturalmente, Biggs quiso hablar con él, interesarse por el resultado de la conversación con Snider. Ray, avergonzado, le rehuyó. No volvió a verle más. Al día siguiente, le dieron la noticia de que Snider le había enviado a reconocer en solitario una zona controlada por el enemigo en lo más profundo y peligroso del bosque. Un castigo llevadero. Encontraron su cadáver durante la marcha hacia el pueblo que debían conquistar.
Ray decidió que jamás perdonaría a Snider.
Le tenía a unos metros por delante, de espaldas. Acarició el gatillo del fusil antes de reparar en que había varios compañeros tras él. Como es obvio, estaban atentos a otros menesteres, pero demasiado cerca de ellos. Dos obstáculos se le presentaban a Ray. Primero, los propios soldados que participaban en la ofensiva. Podía darse por muerto si descubrían que había matado al capitán. No es que le tuviesen mucho cariño, pero las cosas en batalla eran muy distintas a la vida en el campamento. El segundo obstáculo se ocultaba en la espesura del bosque, desde donde el comandante Gibbons, junto con las fuerzas de la segunda oleada, debía de estar analizando toda la acción gracias a sus potentes prismáticos. En caso de que viese a un soldado asesinar a su capitán, lo más seguro es que le pegase un tiro desde allí. La otra opción sería colgarle tras un consejo de guerra sumarísimo.
Por lo tanto, tenía que proceder con suma cautela y esperar hasta que se presentara el instante con menos riesgo y menos posibilidades de fallar, ya que si Snider quedaba con vida estaría igualmente perdido. No dudaba que los cielos le darían una ocasión. Tenía que vengar a John Biggs como fuese y acabar con aquel ser indeseable.
En su primer destino en esa guerra, Snider asombró a sus superiores cuando capitaneó con éxito a sus tropas en la toma de un nido de ametralladoras que estaba haciendo estragos. Sobrevivió a múltiples heridas. Entonces le asignaron a una unidad de comandos que hacía de avanzadilla para las divisiones más potentes del ejército. Se trataba de una de las unidades de condenados, así denominadas por dos motivos: en ellas había muchos ex presidiarios deseosos de redimir condena haciendo muescas en la culata de su revólver; y, además, quien allí entraba solía perder la vida al poco tiempo, debido al alto riesgo de sus misiones.
Snider se abstrajo tontamente recordando sus inicios en la unidad en tanto reponía su cargador. Por un segundo, pareció retroceder en el tiempo, y se vio menos embrutecido, menos envilecido. Mirando en derredor, los cuerpos de los caídos le hicieron consciente del precio que había que pagar por ganar la guerra. Y ya no había tiempo que perder.
- ¡Maldita sea, Derrick, mueve tu culo de una vez! Esto es una mierda, no hay forma de asentarnos hasta que no hayamos neutralizado a sus francotiradores - se quejó a voz en cuello. El otro oficial había llegado con los refuerzos de la segunda oleada. Progresaban con lentitud entre los escombros y hundimientos, parapetándose cuando el enemigo barría el campo con sus ametralladoras.
Derrick vació su cargador disparando sobre un edificio que albergaba a varios enemigos, logrando eliminar a uno. Se agachó antes de que reanudaran el fuego. Una bala rebotó en unos hierros retorcidos y fue a parar al cuello de uno de sus soldados, que empezó a desangrarse y pronto murió, sin que nadie pudiera ayudarle. Otra bala, probablemente de francotirador, atravesó el casco de hierro de otro soldado y esparció sus sesos junto a él. Derrick se revolvió y respondió a la llamada de Snider.
- ¡La segunda ofensiva ya ha comenzado! Me lo acaban de confirmar por radio - aseguró Derrick-. Esos cabrones van a tener que dividir su atención y cubrir otro frente. Tenemos ventaja.
En efecto, el enemigo parecía desconcertado. Empezó a replegarse entre más escombros y defensas. Muchos de ellos caían bajo el certero fuego del grupo de Snider. A éste le preocupaba que apareciese un carro de combate. Tenían unos cuantos, pero consideraba que preferirían utilizarlos en el combate callejero antes que exponerlos a la artillería. Además, alguno podía haber sido destruido durante los bombardeos.
Justo al terminar esa reflexión mental, una figura borrosa se dibujó al fondo de la calle principal del pueblo dejando tras de sí una nube de polvo y humo: era un lento y torpe blindado medio. Snider maldijo en silencio, aun sabiendas de que no era lo peor. Dio nuevas órdenes. Sus hombres se espaciaron más. Estaban muy cerca pero aún faltaba terreno antes de llegar a las viviendas. El blindado iba a ser un importante escollo, pues con los lanzagranadas sería difícil quitarlo de en medio.
- Joder..., ahora esto - bufó Derrick. Su optimismo natural no le libraba de empezar a acusar la pérdida de vidas y lo encarnizado de la lucha.
El blindado frenó en seco haciendo un crujiente ruido con sus engranajes, escupió fuego por su ametralladora principal y casi se llevó por delante a Derrick, que fue a refugiarse detrás un solitario muro acribillado a balazos.
Por su parte, Snider obtuvo finalmente una satisfacción. Había visto cómo uno de los francotiradores del enemigo era abatido. Y al otro lado de la ciudad ya se veía el humo provocado por la otra batalla. Les tenían atrapados y pronto el pueblo se rendiría, quizá sin necesidad de adentrarse en sus calles y sufrir emboscadas y refriegas callejeras. Más de sus soldados salieron del bosque para unirse a ellos. Un enlace le comunicó que el comandante les ordenaba que aguantasen ahí hasta que su artillería alcanzase al blindado.
- ¡Chicos, dadlo todo! ¡Ya son nuestros! - animaba Derrick a sus hombres, la expresión desencajada, dedicándoles gestos de ánimo.
En cambio, Snider aún no quería poner a enfriar las botellas. Lentamente, apuntó con su fusil a la cabeza de un enemigo y, al segundo siguiente, está había desaparecido en una nube de sangre.
- Ustedes dos, vengan conmigo para... - empezó a indicar a dos soldados, pero se interrumpió. Algo había atraído su mirada.
Era una novedad: no uniformados cerca de las líneas enemigas, al parecer retenidos ahí por la fuerza. Los soldados de Snider empezaron a murmurar: eran colonos, compatriotas suyos, cuya persecución había sido una de las causas de la invasión. El enemigo, demostrando desesperación y pocos escrúpulos, ya los había utilizado antes como escudos humanos, de modo que las órdenes del alto mando eran muy explícitas. Sólo había que salvar sus vidas cuando no hubiera riesgos; y no había que respetar los escudos humanos, porque hasta podían ser enemigos disfrazados. Su destino era figurar en las estadísticas de la guerra como daños colaterales.
Los colonos no escaparían del fuego cruzado; de hecho, estaban cayendo uno por uno. Los soldados de su país no dejaban de disparar: lo hacían sufriendo, pero era su deber y su supervivencia.
Al lado de donde se encontraba el blindado, en el que no cesaban de rebotar los proyectiles, un chico rubio y de tez blanquecina que sumaría unos diez años tiraba de la manga de una mujer que yacía en un charco de sangre, muerta. Debía de ser su madre. Era un chico con determinación, inocente y que de milagro seguía vivo en aquel infierno. Los otros colonos corrían de un lado a otro cual pollos sin cabeza, pero él trataba a de salvar en vano a su madre, un esfuerzo inútil y conmovedor. Snider lo vio todo y, como otras veces, supo lo que tenía que hacer. Y lo hizo.
Intercambió una mirada con Derrick, quien imaginó lo que pretendía.
- ¡Ni se te ocurra! - le advirtió, tajante-. Soy el primero que sufre por esta matanza, mis padres son colonos y yo mismo nací aquí..., pero no podemos evitar que mueran. La culpa es del enemigo. Ese chico morirá por su culpa, no por la nuestra.
- El chico merece vivir más que nadie, más que tú y yo. ¡Al diablo las instrucciones del alto mando! - declaró Snider resueltamente, y se puso en marcha.
- ¡Tienes una obligación que respetar, Snider! - clamó Derrick-. ¡No puedes hacerte el héroe así como así!
- Cuando un niño como ése está en peligro, la única obligación para un verdadero hombre es ayudarle - remató, desoyendo las ulteriores protestas de Derrick.
Salió de su agujero, soltó el fusil y corrió hacia el niño directamente, descubierto y sin protección. Sus soldados no sabían qué hacer. Algunos dejaron de disparar a una orden de Derrick. En el enemigo reinaba la estupefacción: un oficial enemigo negro como un cuervo iba directo hacia ellos, desarmado y aparentemente enajenado. Se reunió con el chico, que seguía aferrado a la manga de su madre, y, sin mediar palabra, le agarró y tiró de él de vuelta a su posición.
Al principio, Ray no supo a qué atenerse ni cómo reaccionar. A su entender, el capitán parecía haber enloquecido definitivamente y estaba cargando contra el enemigo. Estudió a Snider en su suicida carrera al tiempo que le seguía con el cañón de su arma. Todo en él le producía una quemazón en la sangre: su abrigo negro deteriorado hasta verse reducido a una suerte de capa negra y raída; su delgadez, que acentuaba su aspecto de esqueleto; el sucio mechón de pelo que caía permanentemente sobre su frente. Aquel hombre era responsable de todo tipo de maldades, le había obligado a traicionar a un gran amigo y, finalmente, había propiciado su muerte. El odio se avivó en su cuerpo, sintió cómo se le aceleraba el pulso y el sudor le chorreaba por la frente. Ya estaba preparado. Un segundo más y todo habría terminado. En esas circunstancias, nadie le acusaría de nada si se le escapaba un tiro que, por pura casualidad, perforase la nuca del insensato oficial, tan expuesto al fuego amigo como al enemigo.
- Púdrete en el infierno, hijo de puta - musitó, y en vez de disparar rechistó. Tenía curiosidad por saber qué pretendía Snider. Según veía, había llegado hasta los colonos y estaba sacando de allí a un chico-. ¿Qué coño haces? Nada te va a salvar ya de recibir tu merecido.- Y, puesto que de nuevo le tenía de frente, se dispuso meterle una bala entre ceja y ceja.
Los del blindado salieron de su estupor y reanudaron el fuego. Snider, medio encorvado, empujaba al chico, que iba por delante de él. Las balas pasaban silbando sobre su cabeza y se estrellaban por todos lados. Derrick le llamaba a lo lejos.
- ¡Proteged al capitán con fuego de cobertura! - gritó, y los soldados cumplieron la orden inmediatamente. Al fin y al cabo, se trataba de su capitán.
Una bala rozó el cuello de Snider. Sonrió para sí: la vuelta se le estaba haciendo más larga que la ida. Y tenía la garganta tan seca... Ojalá pudiera echar un trago de su petaca. A juzgar por los jadeos del chico y sus esfuerzos, no podía más, y no solucionaría nada cargar con él. Así no lo lograrían. Era sólo cuestión de segundos que hiciesen blanco en ellos, pero aún podía hacer algo.
Ray había desobedecido la orden de Derrick y seguía apuntando a Snider. ¿Merecía morir después de tan noble y desinteresada acción? No le iban a dar una medalla por lo que había hecho, sino justo lo contrario, y ello suponiendo que sobreviviera. Ray se vio obligado a poner en duda su deseo de vengar a Biggs, a las otras víctimas de Snider y su propio honor ofendido. Continuaba odiándole, sin duda, salvo que ahora estaba dispuesto a perdonar. Sacudió la cabeza para quitarse el sudor de los ojos y tomó una decisión.
Apretó el gatillo. La bala, milagrosamente, sorteó la barrera de colonos y perforó el pecho de un oficial enemigo, que rodó por el suelo sin vida.
- Bueno, al menos he matado a un capitán - rió William Ray, y continuó cubriendo a Snider como mejor pudo.
Valorando la delicada situación en que se hallaba, Snider frenó en seco, propinó un último impulso al chico y se dio la vuelta para encararse con el enemigo. No le dio tiempo a echar un trago de la petaca, pues, ráfaga tras ráfaga, fue brutalmente cosido a balazos. Dejó caer la petaca y se derrumbó. De su pecho reventado manaba la sangre a borbotones. Aún fue capaz de reunir la fuerza suficiente para girar la cabeza y asegurarse de que el chico ya estaba a salvo.
- Misión cumplida - dijo en un leve susurro, y cerró los ojos y expiró.
Al cabo de un rato de más tiroteos, el enemigo, atrapado por el ataque conjunto, se rindió. El pueblo había caído en manos del ejército invasor y los defensores supervivientes se prepararon para pasar una temporada en un campo de prisioneros. El comandante Gibbons felicitó efusivamente a los hombres de su unidad.
Apenas quedaron colonos con vida tras la sangrienta batalla. El chico vivía gracias al capitán Snider, y Ray comprendió que cualquier hombre era capaz de lo mejor y lo peor. El capitán Derrick prometió que el ejército se haría cargo de él y todos los soldados, en su tiempo de descanso, estuvieron jugando y tratando de animar al desconsolado y traumatizado chico, que no sólo había perdido a su madre, sino también a su salvador. Cuando Derrick le colocó su gorra, le subió a hombros y le llevó a admirar los tanques que ya recorrían el pueblo, empezó a animarse. Por muy endurecidos que estuvieran sus corazones, aquel día no hubo soldado que no se emocionara ante la mirada celeste e ingenua del chico.
Pasaron las horas y les anunciaron que pasarían la noche bajo techo. Antes, desde luego, había que retirar y enterrar los cuerpos, y limpiarlos de objetos útiles en la medida de lo posible.
A lo plomizo del cielo se había unido el humo de la pólvora, cuyo olor acre y picante se pegaba a las gargantas, y parecía que sobre el pueblo conquistado y pulverizado fuese a abatirse el fin del mundo. William Ray grabó en su retina la desoladora escena. Ahora tenía una nueva motivación para seguir luchando, y consistía en brindar un futuro mejor - más libre y seguro- a chicos como el que había conocido. Después, junto a otros muchos, se acercó al cadáver de Thadeus Snider y ante sus restos mortales le rindió homenaje con el saludo de honor según lo levantaban para introducirlo en un sencillo ataúd de madera cuya tapa clavaron a secos golpes de martillo.
Había merecido la pena.
FIN
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No es mi género favorito ni mucho menos, pero el relato tiene bastante ritmo y me ha resultado entretenido.
ResponderEliminarGracias por compartirlo.