A un paso del despido (saga El centinela)
© Lublaj Raffle
- Tú no vales para escolta, eres demasiado pequeño. Corto de estatura, me refiero.
Era Felipe quien hablaba, mientras conducía un Peugeot 408 conmigo al lado.
- No quiero ser escolta. - Aclaré. Se empezó a reír:
- Tampoco valdrías como vigilante, esos necesitan tener una constitución fuerte, alta... Y... No te ofendas, Biurn, pero tú eres un canijo.
- Ya.
- Lo único que podrías ser es centinela. Es el puesto que ofrece Narciso siempre como la última alternativa, los que no sirven para nada, ale, pues para centinela. ¡Imagínate! ¡Hasta a mí me lo ofreció!
Pareció darse cuenta que, con esas últimas palabras, se estaba dejando en evidencia a sí mismo y entonces enmudeció. Trató al poco de cambiar de tema, quizá esperando que no me hubiese dado cuenta de su desliz:
- Qué tiempo, ¿no? Llueve, hace sol, llueve...
¿Qué hacía yo con Felipe, os preguntaréis? Pues la verdad es que no gran cosa. Felipe era escolta de los Gustab-Frederiq Arja, una de las ramas de los Arja-Zaheda que, podríamos decir, había ido a menos. Y había ido a menos en negocios, con desacertadas inversiones que acabaron en fracaso, y también en nobleza aristocrática, lo cual era evidente por el segundo lugar que ocupaba el apellido Arja.
Nos dirigíamos al museo de los Arja-Zaheda, allí la familia Arja organizaba una exposición sobre su ilustre historia, y Domenico Bartoly Casiano Gustab-Frederiq Arja era uno de los comisarios de dicha exposición. Felipe era uno de sus escoltas, y tendría que permanecer bastante tiempo en el museo, así que Narciso le pidió que me acercara. El hecho de estar yo allí..., bueno, desde que había empezado a trabajar para Erika Anastacia Khatia Arja-Zaheda de Mombellardo mi trabajo era más variopinto si cabe que cuando estaba con Iratxe Marieta Alexandra Isabella de Arja-Zaheda y Bernazos, que ya es decir. Erika apenas tenía trabajo de seguridad (fuera de su par de escoltas, que pocos problemas nos daban, por cierto), y aparte de buscar alguna esporádica excusa para vernos - cuando no podía ir yo a visitarla, cosa que trataba de hacer una vez por semana al menos -, no había ningún trabajo que realizar para ella.
Así que podría decirse que haría de centinela en la exposición, o para los Gustab-Frederiq, como prefiráis.
Accedimos al lujoso recinto del edificio del museo, situado en uno de los barrios más caros, exclusivos y céntricos de la ciudad - cómo no, a esos sitios solo iba gente "de postín" -, y el vigilante que estaba en la recepción nos acompañó hasta uno de los salones. Había varias personas allí, algunas alrededor de unos operarios que colocaban un cuadro, y otras conversando frente a diversas obras de arte. Estas últimas vestían de elegante esmoquin y, las señoras, llenas de joyas.
Al vernos aparecer, Tirre Sierra, el jefe de seguridad de los Arja-Zaheda, se fue hacia nosotros. Su semblante era de un serio radical, dejando fácilmente ver la importancia de aquel tipo de eventos para los equipos de seguridad. Nos dijo, con voz grave y suave:
- El señor que veis de traje crema claro, es el mismísimo Arja-Zaheda. Acaba de llegar de Londres esta mañana, así que por favor, máxima atención.
Yo no conocía al mismísimo "Arja-Zaheda", de hecho ni sabía quién era. Para mí todos eran Arja-Zaheda; o bien Arja, o Zaheda.
- Perdona... ¿Y quién es ese señor?
Era la pregunta ideal para que Felipe se echara a reír, aunque manteniendo la compostura y con sutileza. Tirre me agarró con fuerza a la altura del codo, y me llevó aparte:
- ¿¡Tú de dónde has salido!?
- Si no me lo dices, para mí es un Arja-Zaheda más. - Espeté.
- ¡Es el patriarca de la familia! ¡El representante más antiguo de la Casa Arja-Zaheda, y el heredero vivo más directo!
O sea, el propietario del apellido Arja-Zaheda vivo más antiguo. Vale, pues ya lo tenía aclarado. El patriarca era Damar Rubini Lorenzo Arja-Zaheda Casoro Ponzano de Bodo, Grande de España, Conde "de no se qué", Vizconde "de no se cuanto", y poseía más títulos nobiliarios que un viajante internacional sellos en su pasaporte. En pequeño, sobre su solapa, llevaba prendida una minúscula insignia. Hacía referencia a la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III, la más alta condecoración que se le puede conceder a una persona en España. Y si alguien la tiene, que no son muchas las personalidades que la han recibido, indudablemente la visten con orgullo. De hecho nombrar sus honores, títulos y medallas que poseía, tanto nacionales como internacionales, sería interminable. Tal es así que su tratamiento oficial era el de "Excelencia" o "Excelentísimo Señor", de hecho todos los Arja-Zaheda tenían tratamiento de "Ilustres" e "Ilustrísimas", pero el de "Excelencia" era menos habitual.
Como os podéis imaginar, el tal Damar era un hombre mayor, de unos setenta y pocos años, pero se conservaba bastante bien, de alta estatura, gallardo, con pelo blanco muy corto, y con un fino bigote circundando su labio superior. A su lado estaba su cónyuge, una señora que debía ser unos treinta años menor que él y que, por supuesto, no era su primera esposa. Su nombre era Joana Sally, una belleza de media melena rubia, rizado en los extremos, y que lucía un provocador vestido rojo, además de joyas de incalculable valor en sus brazos y en su cuello. En especial en el cuello, con unos diamantes auténticos que brillaban cegadoramente. Por supuesto, la seguridad en torno a todas estas personalidades era máxima.
Tirre nos pidió que nos acercásemos para presentarnos, pero yo me detuve:
- ¡Un momento! Prefiero que no me presentes a esa gente... No soy muy bueno tratando con semejantes dignidades.
Felipe me miraba como si fuera estúpido. A esas alturas, ya había perdido todo respeto hacia mí, si es que en algún momento tuvo algo, que yo lo dudaba:
- ¡Muy bonito! - Exclamó el largirucho vigilante, porque Felipe era rubio, de ojos azules claros, alto como un ciprés y delgado como un palillo -. Pues yo tampoco quiero ir, no voy a "comerme el marrón" yo solo.
- ¡Os venís los dos, y no se hable más! - Nos increpó Tirre.
Caminamos hacia las personalidades que estaban en un grupito, frente a un cuadro. Un guardaespaldas se acercó a nosotros:
- ¿Lleváis armas?
- Yo. - Respondió Felipe con orgullo.
Entonces nos mandó esperar, señaló a un compañero, éste a otro, se acercaron hacia Tirre, hablaron y nos dejaron continuar. Con tacto, tratando de no entrometerse en la conversación, en cuanto vio una oportunidad Tirre se dirigió a Damar:
- Excelencia... Disculpe, ellos son los nuevos miembros del personal de seguridad, estarán aquí durante estos días. Quería que los conociera por si los necesita. Felipe...
Felipe le tendió la mano y se agachó con reverencia:
- Excelencia...
- Y Biurn. - Dijo a continuación Tirre.
Yo no suelo dar la mano. Menos agacharme, pero accedí, y le tendí la mano, aunque de reverencia ni hablar.
- ¡Vais a llenar esto de guardas de seguridad! - Exclamó Damar Rubini. Todos se rieron como si fuera el mejor chiste del mundo. El patriarca continuó entonces -: Acabará habiendo más guardas de seguridad que visitantes.
Yo no era guarda de seguridad. Pero en fin, lo dejé pasar. Con tacto, Tirre se retiró, y nos llevó hacia la sala de control, en donde ya había dos vigilantes frente a varios monitores:
- Estaréis aquí. Mantened los ojos abiertos.
Antes de que saliera, me fui hacia Tirre:
- Pero... ¡Yo no soy vigilante! ¡Soy centinela!
- ¡Pues ahora eres centinela-vigilante! - Me lanzó, yéndose por el pasillo.
Suspiré, y volví hacia la sala, en cuya puerta ya me esperaba Felipe, apoyado en uno de los laterales:
- Tú siempre protestando... - Entré en la sala sin decir nada, y me senté.
Al poco, me dijo:
- Voy a dar una vuelta de rutina para vigilar. Quédate aquí.
¿Pero quién se creía el tipo aquel que era? ¿Mi jefe, por el simple hecho de ser escolta? ¿Y se iba así, sin más? No podía creérmelo.
La verdad es que me habían mandado fijarme en los diferentes movimientos del personal, pero al rato ya no sabía si la cámara uno apuntaba al pasillo, si la tres era de la sala veinte, o si la ocho era de la sala tres. O sea, que lo confundía todo y ni siquiera me habían dado un puñetero plano. Lo busqué en la pared, y aparte de notas de aviso, teléfonos y tíckets de pizzas, no encontré nada. Menudo desastre. Y Felipe perdido a saber dónde, porque ya habían pasado dos horas y por allí no acababa de aparecer.
Aquello era un rollo monumental. Tras pasarme tres horas y media calentando la silla, me levanté y me largué con viento fresco.
Decidí conducir hasta Villaneresta de Arriba después de comer, pero estaba a punto de subir al coche cuando me llamaron al móvil. Era la secretaria de Tirre Sierra, para que pasase urgentemente por su oficina.
Supuse para qué era, y en cierta manera ya me esperaba la bronca, pero no "el broncazo" que finalmente acabó sucediendo. Tirre me esperaba con gesto muy airado y cara de pocos amigos tras la mesa de su despacho:
- ¡Has abandonado tu puesto de trabajo, y precisamente cuando el señor Damar Rubini Arja-Zaheda estaba en el lugar! ¡Menos mal que no ocurrió nada, sino nos habríamos quedado en ridículo!
No sería para tanto. Además, a saber dónde estaría Felipe también, aunque pudiera ser que dialogando con alguno de "los suyos", es decir, con algún guardaespaldas por los pasillos, que era lo que pude ver la última vez que lo encontré en el monitor de las cámaras de seguridad. Pero no importaba: delatarle o culparle no me iba a hacer mejor persona, así que no dije nada en contra de él.
- ¡No me puedo creer lo que has hecho, Biurn! ¡Esas actitudes no se pueden tolerar, jamás había visto algo así! ¡¡Es gravísimo!!
Esperó, quizá con la intención de que yo dijera algo en mi defensa, pero, ¿qué iba a decir? ¿Que me aburría?
- Está bien - dijo finalmente -, entrégame tu identificación.
- ¿Cómo? - No podía creer lo que me estaba pidiendo.
- Te abriré expediente y te quedarás una semana sin empleo ni sueldo, y para la próxima te despido. Entrégame tu identificación, el reloj, los dos coches, y el smartphone.
- ¿Qué tienen que ver los dos coches con mi expulsión? - Quise saber.
- ¡Los dos coches, Biurn, tu smartphone, tu DW-5900 y hasta la casa donde vives, pertenecen a los Arja-Zaheda! Y da gracias que por contrato no puedo echarte del apartamento en el que estás. - Le entregué mi identificación, el móvil, y también las llaves del coche. Entonces me apuntó con el dedo, amenazante -. ¡Y para la próxima recuérdalo: ¡despedido!! ¡Fuera de aquí!
Salí y me fui caminando dando un largo paseo hasta mi apartamento. Estaba lejos, así que en recorrer la distancia empleé casi toda la tarde. Mis planes de estar con mi Anastacia se habían terminado. Por fortuna tenía mi móvil "secundario" - el smartphone era por trabajo -, y toda la agenda en papel, como todo buen investigador debe hacer. No iba a llamar a Narciso Oderiz, no quería complicarlo con mis asuntos, ni tampoco a Erika, a ella menos aún quería entrometerla. Pero decidí enviarle un correo diciéndole que no podía ir a verla. Entonces, me respondió que no conseguía llamarme. La llamé yo:
- Es que el otro smartphone lo tuve que entregar - le expliqué -, pertenece a los Arja-Zaheda.
- ¿Y eso? - Me preguntó, extrañada.
Tuve que explicarle lo que había ocurrido.
- ¿Tú conoces al "tipejo" ese de Damar? Iba con una chavalilla que debería ser su nieta...
Se echó a reír:
- Sí, claro que lo conozco... ¡Es mi tío-abuelo!
¡Anda la osa! ¡Menuda pata había metido! Desde luego, aquel no era mi día.
- ¿En serio? Pues... - Se reía sin parar -. Lo siento... O sea...
- Ya, ya, tranquilo.
Claro, si es que estaba visto que algún parentesco tenían que tener... Para ser un investigador-centinela, había muchas cosas que pasaba por alto.
- Pues eso, que estaré una semana por ahí dándote la vara, como no tengo otra cosa mejor que hacer...
- ¿Necesitas algo?
- No, tranquila. - Me agradó enormemente que Erika se preocupase por mí, ciertamente -. Aunque... ¿Tienes un coche que te sobre? - La oí reír -. Solo sea para poder ir a verte estos días...
- Yo no suelo usar coche. Pero te puedo enviar uno de los 508 que tenemos aquí. - Me ofreció.
- ¿Pero de verdad que puedes?
- Que sí, hombre.
- Si me lo envías ahora...
Me cortó. Ya se imaginó lo que iba a decir:
- Entre ir y venir se haría muy tarde. Mañana por la mañana después de misa te mando uno. ¿A las once te viene bien?
- Me viene perfecto. Gracias preciosa, no sabes cuánto te lo agradezco, Erika.
- No te preocupes, a mí no me supone ningún problema.
La conversación con Erika cambió mis ánimos completamente. Me sentía mejor. ¡Cuánto me agradaba aquella mujer! Pude descansar ilusionado, sabiendo que al día siguiente la vería y podría estar con ella.
FIN
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