El precio de la amistad (saga No te escapas de la Inquisición)
© Bia Namaran
Sinopsis
Bernard es un joven y modélico seminarista. Procedente de una pobre familia campesina, su ideal es formarse como sacerdote para servir mejor a los demás. Sus días transcurren con aparente normalidad entre los ratos de estudio y oración. Sin embargo, cuando la policía le detiene con un coche robado, todo su mundo se viene abajo, y la reputación del caritativo y servicial muchacho se hace añicos.
A pesar de los interrogatorios llevados a cabo en los calabozos de la comisaría, y de la asistencia del abogado del arzobispado, el chico no suelta prenda. Ante el precipicio más abrupto, abocado a la cárcel, y ante el mayor desafío de toda su vida, solo tiene una petición que hacerle al obispo: "¡Avisen a Erius!".
El investigador de la Santa Inquisición deberá ahora desvelar qué ha ocurrido, y por qué importante razón el seminarista ha puesto en riesgo todos sus sueños y su futuro.
Trepidante relato de acción en donde, desde la primera hasta la última página, nos sentiremos envueltos en una vorágine de acontecimientos ante los cuales Erius deberá poner en juego toda su pericia. El hábil inquisidor deberá probar sin dudas la inocencia del muchacho, y no menos importante también: darle una segunda oportunidad.
Me habían hablado de la relojería "La Elegante", o mejor dicho, me la habían aconsejado en una comunidad benedictina que habían tratado con esa tienda acerca del reloj de su torre. Así que en cuanto tuve oportunidad, y aprovechando que me quedaba cerca, decidí pasar por allí y solucionar de una vez el problema de mi reloj que se paraba.
"La Elegante" era una vieja relojería en un barrio periférico también viejo. Parecía que el tiempo se había detenido en ella, un tiempo incierto, en algún momento de los años sesenta, o tal vez de los setenta como mucho (del siglo XX, obviamente). Así quedaba patente en los materiales y la estética, aunque el cartel que colgaba de la fachada debería ser probablemente anterior a todo ello. Tal vez de los años cuarenta incluso. Por detrás de sus relativamente sucios cristales, pocos relojes podían verse, más bien se adivinaban formas de los relojes más grandes, de escritorio y de pared, expuestos sin mucho sentido, orden ni concierto. Una forma rara de decirle al viandante que pasara de largo y no entrase.
Pero eso ni me disgustaba ni me agradaba, me dejaba un tanto indiferente, sin más. Porque a mí lo que me importaba era un buen servicio, y barato, y por mi experiencia si el local es tan antiguo y no se ha reparado, es o porque sus dueños son unos tacaños, o porque venden los artículos realmente baratos. Esperaba que fuera lo segundo.
Accedí al oscuro interior mientras una campanilla acompañaba el movimiento de la puerta, desvelando mi llegada y anunciando con un agradable tintineo mi presencia.
- ¡Voy! - Alguien gritó desde la trastienda. Era una voz de mujer, y con la suficiente fuerza y el timbre notablemente claro como para hacerme a la idea de que no debía ser muy mayor. Pero como el "¡voy¡" era un tiempo un tanto inexacto, y a vista de que los segundos pasaban y nadie aparecía tras el mostrador, decidí detener mi mirada en algunas de las estanterías. Lo que vi, no lo voy a negar, me fascinó. Algunas eran piezas valiosas, Omega de finales de los sesenta, IWC de principios de los cincuenta... E incluso algún Hamilton de antes de la Primera Guerra Mundial. Aquella persona, quien quiera que fuera, tenía un tesoro. O muchos tesoros, más bien. Eso sí, todos tras robustas vitrinas con armazones de madera bien anclados al suelo.
Pero si uno dejaba de escudriñar la oscuridad, y dirigía su vista a los expositores que la escasa luz hacía que se mostrasen mejor, vería modelos de lo más común. Timex, algún Festina y Lotus, mucho Casio...
- ¿Qué quería?
- Tiene aquí bonitos ejemplares... - Dije, girándome hacia el mostrador desde el que había venido la voz. La pequeñita mujer que estaba detrás de él se quedó petrificada, tal vez de miedo, tal vez de temor. Tal vez al ver mi cara entre la oscuridad, medio cubierta por el cuello de la gabardina. Tal vez por mi voz susurrante de ultratumba.
Intentó reponerse. Suspiró, llevándose una mano al pecho:
- Perdone. - Intentaba sonreír, pero solo lograba una gélida mueca de labios forzados.
Me acerqué a ella:
- Tengo una problema con un reloj. - Dije frente a ella, con el mostrador delante de mí.
La relojera se mostraba todavía nerviosa:
- Es que... Me he alterado, soy tonta... Es como si hubiera surgido de la oscuridad...
- Tal vez si no tuviera la tienda en penumbra, no le asustarían sus sombras... - Observé.
- No creo que sea la tienda... - Musitó.
Decidí dejar de perder el tiempo conversando sobre sombras y luces, y le mostré mi reloj:
- Se detiene, y me han dicho los frailes benedictinos que usted podría ayudarme con eso.
La relojera lo cogió entre sus manos, de una manera tan delicada que en lugar de un reloj, mi guardatiempo parecía una ave herida entre sus dedos:
- ¡Cielos! - Elevó hacia mí su mirada -. ¿Los benedictinos? ¿El hermano Mario Clemente?
- Así es. - Dije. Entonces me tendió la mano:
- Les conozco. Soy Adela.
Le cogí la mano:
- Yo soy Erius. - Pero me interesaba más el reloj, así que volví a él -. ¿Y bien? ¿Qué puede decirme?
- Que es... Tétrico... Negro, rayado, con la caja destrozada... Este reloj pasó mucho calvario...
- Para eso son los relojes. - Opiné.
- Ya... Erius, ¿verdad?
- Así es. - Afirmé.
- No es que quiera venderle un reloj, yo intento salvarlos...
Me empezaba a sentir a gusto en aquella tienda, en donde no entraba nadie y uno podía hablar sin prisas y con tranquilidad con su dependienta. Dirigí mi mirada y mis pasos hacia el pequeño expositor de los Omega:
- Los que tiene aquí no son precios para un humilde servidor de la Inquisición... De hecho - le lancé una furtiva mirada - por ética, no creo que debiera comprarlos nadie.
Adela puso con la misma delicadeza con la que lo había cogido, mi reloj sobre el mostrador:
- Restaurar su reloj, incluyendo re-esmaltar todos sus índices y manecillas, le puede costar bastante más...
La detuve poniendo mi mano en alto:
- No quiero restaurarlo. Porque no quiero esperar por él y tener que volver, ¿entiende?
- Veo que no aprecia mucho su reloj...
- Es solo un objeto. - Y añadí -: ¿Cual me recomienda usted, que esté dentro de mis posibilidades?
Adela sonrió levemente, y esa sonrisa empezaba a ser natural:
- ¿Y cuales son sus posibilidades?
Me di la vuelta:
- Creo que me he equivocado de lugar.
- ¡Espere! - Me dijo, antes de que mi mano alcanzara el tirador de la puerta de salida (o de entrada, según se mire) -. Se olvida su reloj.
- ¡Quédeselo!
- ¡Pero espere! Hagamos un trato. Elija un reloj y se lo dejo a plazos.
Me eché a reír:
- ¿A plazos de qué? ¿De un euro al mes? No voy a llevar algo que no pueda pagar. - Le aclaré.
- ¿Y si se lo regalo? Por los benedictinos... Ya que ellos le recomendaron, no me agradaría que se llevase usted una mala impresión. ¿Qué le parece?
Me fui hacia ella, serio, y con voz firme le dejé bien claro:
- No acepto regalos.
- Sería un cambio, entonces... A cambio del suyo.
Esbocé una sonrisa:
- Un cambio en el que usted sale perdiendo, no deja de ser un regalo, señorita. - Le aclaré. Ella también sonrió:
- ¿Quién es usted?
- Trabajo para la Inquisición, soy investigador.
- Entiendo... - Y acto seguido, añadió -. ¿Puede esperar aquí un momento? No se vaya.
Adela se fue a la trastienda, y yo volví a sumergirme en las sombras para seguir contemplando aquellos modelos de relojes ocultos en la oscuridad, al abrigo de miradas indiscretas. Al abrigo del tiempo que sus manecillas seguían marcando impasibles.
Al rato, regresó con una pequeña cajita de cartón blanquecina:
- Señor Erius, le voy a vender un reloj nuevo y de calidad, que hasta usted podrá pagar.
- ¿Cómo puede ser eso? - Pregunté, y no puedo negar que me empezaba a sentir interesado.
Adela abrió la caja de un bonito reloj con fondo oscuro ante mí:
- Números romanos, agujas góticas... Creo que es eso lo que busca, lo que va con usted, porque era así su antiguo reloj - decía, indicando con su mano mi reloj, que aún estaba sobre el mostrador.
- Veo que es usted muy inteligente. Y además perspicaz. - Dije, cogiendo el reloj que había dentro de la cajita con mis manos -. Pero esto no tiene aspecto de ser barato, me parece.
La relojera apoyó sus codos sobre el mostrador:
- Es un Technos de 1964. Un modelo que tiene lo que busca, y que le irá perfecto. Además, con un funcionamiento muy preciso, yo se lo garantizo.
- Hablábamos del precio - insistí, porque yo no podía permitirme caprichos. Menos en relojes.
- Ya lo sé. Por eso le he dicho que es de 1964. - Yo no entendía a dónde quería llegar la vivaracha, desenfadada y despierta dependienta -. Se lo dejo al precio de 1964, como si el tiempo no hubiera pasado entre estas paredes. ¿Le parece?
No debió verme muy convencido, porque insistió:
- Así usted paga el precio que puede, y yo consigo que se lleve un reloj de mi tienda. Todos ganamos.
- No parece un trato justo para usted.
- ¿Más justo habría sido que se lo regalase?
- ¿Y por qué iba a regalármelo? - Quise saber -. Si así hace, pronto tendrá que cerrar este negocio.
- Por lo que usted mismo me ha dicho.
- ¿Y qué le he dicho yo?
- Que no tiene dinero.
Podría haber cedido, coger aquel bonito reloj, aceptar sus absurdas condiciones en su absurdo precio, y salir como una rosa. Pero en su lugar, le dije:
- Señorita Adela, si no lo puedo pagar hoy, mucho menos lo podría haber pagado en 1964. - Y añadí, con un gesto de saludo con mi mano izquierda -. Tenga usted muy buenos días.
Me fui hacia la puerta, y salí.
- ¿Por dónde andas, Erius? - Era el reverendo Oliver Scott, delegado y director para España de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que me llamaba al teléfono móvil.
- Dirigiéndome a la estación de autobuses para tomar uno de vuelta a casa. - Respondí. Y lo necesitaba, desde mi último caso.
Noté cierto alivio en el tono de Scott, y me dijo:
- Pues continúa hasta la estación, pero toma un autobús hacia Valladolid y dirígete al seminario metropolitano.
- ¿Y eso? - Quise saber.
- Tenemos un escabroso caso. Hay un seminarista detenido por el robo de un automóvil, ahora mismo se encuentra en los calabozos de la policía.
Sin intentar disimular mi extrañeza, dije:
- Perdone, eminencia... Pero para eso le será más útil un abogado, no yo.
- Lo sé, y eso mismo pensé yo. El abogado del arzobispado ya está con él.
- ¿Y entonces por qué me pide que acuda?
- No lo sé, ¡fue el seminarista quien nos suplicó contar con su presencia, Erius!
Eso sí era extraño. Si le habían sorprendido robando un coche la cosa era sencilla: que lo reconociera, y pagara su error. Si no era culpable, seguro que tendría alguna coartada para demostrar su inocencia. ¿Qué pintaba yo en todo aquello? Si el coche hubiese desaparecido pues quizá, para encontrarlo, pero si ya tenían el objeto robado y al ladrón, ¿para qué me necesitaban a mí?
Sea como fuera, y a mi pesar, mi descanso en la casa parroquial del pueblo se había terminado antes de empezar. Me dirigí a la única taquilla todavía disponible - el resto eran terminales electrónicos para sacar los tickets -, y pedí un billete hacia Valladolid. Según me informó con cierto desdén la mujer delgada de la ventanilla, aún quedaba más de una hora para la llegada de mi autobús. Instintivamente miré mi muñeca y la giré, solo para caer en la cuenta de que no llevaba reloj. No me quedó más remedio que fiarme del enorme reloj que colgaba de una de las paredes de la terminal, deseando que estuviera en hora y funcionara correctamente.
Mientras hacía tiempo en espera del autobús que me llevaría a Valladolid, decidí dar una vuelta por la estación. Por desgracia ese tipo de sitios poco tienen que ver ya con las antiguas estaciones del pasado siglo, en donde uno podía detenerse a admirar los bellos y artísticos paneles azulejados con porcelana, con colorida publicidad de las tiendas y de los diferentes negocios locales. Hoy esos edificios son insípidos, se han vuelto anodinos y sin alma ni carácter. No tienen ninguna personalidad. Lo único existente en ellos son las casas de alquileres de coches, así como cafeterías y pequeños bares, destinados únicamente para gastar dinero.
Así que lo único con lo que un pobre puede pasar el rato en esos sitios es paseando y mirando el trasiego de viajeros, la mayoría zombies con la cabeza baja y la mirada clavada en sus smartphones.
Así estuve un rato hasta que mi indumentaria debió llamarle la atención a un "policía fracasado", como popularmente se les conoce a los vigilantes de seguridad. Nada más verlo acercarse a mí con su andar "a lo Terminator" supe que habría problemas. En su caso, lo de "policía fracasado" le iba a la medida, porque era bajito y panzudo, tanto que la defensa (o "porra") casi le arrastraba, siendo casi tan larga como su pernera. Evidentemente, aquel tipo, por estatura, jamás habría podido ser un policía de verdad.
Con mando autoritario me saludó, haciendo también un gesto de saludo militar que casi logra que se me escapase una carcajada. Y me hubiera reído sino fuera porque todo aquello era real, y me estaba ocurriendo a mí:
- ¡Buenas tardes! - Esperó a que le saludara, y tanto esperó que me vi obligado a musitar un "buenas" para que de una puñetera vez continuara -. Por favor, identifíquese.
Me estaba pidiendo mi DNI. No sé si lo sabéis, pero los vigilantes de seguridad no pueden pediros vuestra documentación, menos aún registraros bolsos y mochilas. A excepción lo primero que estén en control de accesos y vuestros datos sean imprescindibles para prestaros el servicio, algo que, obviamente, en labores de vigilancia como aquella no eran necesarios. Lo que ocurre que la mayoría de personas ignoran esta circunstancia, y ellos se aprovechan de eso.
Yo le respondí:
- No sé... Igual se confunde. Usted no es policía.
Eso debió atravesarle el alma como un hierro al rojo vivo. Se puso más serio aún:
- ¿Qué pasa? ¿Quiere problemas? ¿Quiere acompañarme?
No pude evitar sonreír, lo siento. Le pregunté a mi vez:
- ¿Es que va a llevarme a comisaría?
- Está usted muy gracioso. Seguro que no estará tanto...
Le detuve:
- Escuche, usted debería saber que no puede pedirme documentación, existe algo que se llama "ley de protección de datos de carácter personal", supongo que ignora las leyes. De acuerdo, se lo pasaré por alto. Ahora bien, si quiere mi documentación, llame a la Policía Nacional y se la enseñaré a ellos. Porque usted a saber qué hará con ella.
Según iba yo hablando, su rostro se encendía como fuego. Me dijo, poniendo una mano sobre su defensa (llevaba un cinturón en torno suyo lleno de tonterías, con una linterna colgando, una navaja suiza, y bolsillos henchidos de a saber qué gilipolleces):
- A ver, vamos a aclarar esto, no oponga resistencia...
Como es lógico, cada vez estábamos dando más espectáculo y la gente que pasaba fijaba sobre nosotros la mirada, mientras algunos comenzaban a agolparse a nuestro alrededor. Decidí cortar por lo sano y saqué mi teléfono móvil:
- Mejor llamemos a la Policía.
Por primera vez, el vigilante de seguridad parecía darse cuenta de que estaba haciendo el ridículo, de manera que, dirigiéndose a la gente, y como si fuera una manifestación, sacó su defensa y realizó algunos movimientos circulares, diciendo:
- ¡Dispérsense! ¡Dispérsense, vamos!
Suspiré y no pude menos que alegrarme de que alguien como aquel señor no hubiese podido ser policía auténtico.
Luego, "Terminator-Vigilante" se acercó a mí, y a un palmo de mi cara susurró con gesto serio:
- ¡No quiero verte más por aquí! ¿¡Me oyes!? ¡Que sea la última vez que vienes aquí!
Iría cada vez que necesitase coger un autobús, de eso podía estar seguro.
El Seminario de Valladolid, o Seminario Menor de Valladolid, era un edificio de fachada roja, de planta rectangular y con dos cuerpos bien diferenciados, separados por tres torreones: uno en el centro, y dos a los extremos. Había sido construido a mediados del siglo pasado, por lo que su arquitectura y diseño evoca los típicos edificios de los sesenta. Cuando uno se acerca tiene la sensación de que está frente a un colegio, y no frente a un seminario típico, y esto tiene una razón: inicialmente había sido pensado como colegio, y de hecho las obras de construcción ya estaban avanzadas cuando cambió de cometido. Estaba destinado a ser el Colegio Mayor Felipe II, pero tras siete años con las obras paradas fue rediseñado como seminario, y los planos tuvieron que cambiarse, para lo cual a tal fin se contrató a dos arquitectos.
Como solía ocurrir, el arzobispado no disponía de los fondos suficientes, así que se tuvieron que realizar diversas colectas e iniciativas. Una de ellas fue dejar sobres por las casas, para que los vecinos colaborasen en la realización de tan importante obra. Sin embargo, ni una labor tan valiosa y útil como lo es abrir un seminario escapó de las malas intenciones de los amigos de lo ajeno, y algunas personas iban recogiendo los sobres por las casas haciéndose pasar por personal de la diócesis, con el fin de hacerse con el dinero. Así que se tomó la decisión de que las señoras que fuesen a recoger los sobres con el dinero puerta a puerta, lo hicieran debidamente acreditadas desde entonces.
En el exterior no había mucho movimiento, y a aquella hora de la tarde seguramente los seminaristas estarían con sus estudios en sus celdas.
Me dirigí a secretaría, y presenté mi acreditación. A cargo de la misma se encontraba una señora delgada, bastante mayor, con cara arrugada y gafas de alambre. Nunca debió haber visto jamás a un inquisidor, porque tuvo que mirar varias veces mi acreditación, y luego, poniendo sus gafas un poco hacia abajo para mirarme por encima de ellas, me preguntó con tono desconfiado:
- ¿Es esto una broma?
Desde luego no era mi día. Primero "el policía fracasado" y ahora aquello. Me indignaba bastante más cuando los mismos que reclaman mi presencia, luego no lo dejan todo dispuesto para recibirme.
- Me parece que tienen a un interno con problemas...
- ¿Disculpe? - Me dijo, devolviéndome mi acreditación. Evidentemente, el recato y la discreción eran vitales en sitios como aquel, y que un desconocido llegase soltando que le ocurre esto o aquello a seminaristas, no gustaba a nadie. A mí el primero.
No quería sonar presuntuoso, así que intenté recordar mi voto de obediencia y demás:
- Escuche, llame por teléfono a alguien con responsabilidad, al rector o al...
Me cortó, frunciendo el ceño:
- ¡No voy a llamar al rector por una broma!
Pues vale...
- Pues si quiere me voy. Usted verá.
Tragó saliva, y se fue hacia un teléfono de color negro, diciendo:
- Haga el favor de esperar.
No pude oírla bien, porque hablaba en voz muy baja, pero llegué a entender:
- Trae una tarjeta que dice no se qué de investigador... Ya, eso me temía... No sé...
Colgó, y dijo en tono más alto y firme:
- Puede que se trate de un error...
- ¿Error? - Ahora el que estaba alucinando era yo. La señora se encogió de hombros:
- No sé, quizá sus amigos le han querido gastar una broma. La Inquisición se extinguió...
A un lado de la pequeña oficina de recepción, en su exterior, se encontraban una serie de sillas de madera. En una de ellas había un viejo reverendo de sotana leyendo. Al escuchar las palabras de la recepcionista, se puso en pie de inmediato. Nos miró:
- ¿La Inquisición?
La recepcionista le miró sonriente, con una expresión más cordial:
- No, señor coadjutor, no se preocupe. Es solo que...
Decidí cortar a la recepcionista, y pregunté hacia el reverendo:
- ¿Usted avisó a la Inquisición?
Puso su dedo sobre los labios y me pidió con gestos nerviosos que lo siguiera. Luego miró a la recepcionista, y con voz grave le advirtió:
- ¡Usted no ha oído nada!
¿Qué clase de juego era aquel? ¡Yo estaba perplejo! El anciano coadjutor me tomó de un brazo. Era un señor muy mayor, pero se le veía de ágiles movimientos, con una ligera perilla blanquecina, y pelo blanco algo despeinado, con un mechón en su coronilla.
- ¡Perdone, caballero! Es mejor que entre estos muros no se corra demasiado la voz de que está la Inquisición presente - me comenzó a explicar, mientras nos íbamos hacia una pequeña sala de visitas. Entramos y cerró la puerta por dentro.
- No lo entiendo...
Me tendió la mano:
- Soy Iturrande, coadjutor en el seminario.
- Erius. - Le dije yo.
- Siéntese. ¿Le sirvo algo?
- No. Explíqueme eso de mantenerme oculto.
Esbozó una sonrisa:
- ¡No! No es oculto, pero si se corre la voz causará gran expectación, todos los seminaristas querrán verle y eso podría dificultar en gran medida su trabajo.
- Visto así...
- Por eso le estaba esperando a la entrada. Pero como habrá notado, ni la vista de este viejo, ni su oído, son lo que eran. Usted discúlpeme. - Dijo, quizá recordando el mal trago con la recepcionista.
- Si darme a conocer podría dificultar mi labor, quizá el intentar mantener mi anonimato la dificulte aún más. Difícilmente pueda pasar por seminarista. - Le hice notar.
- Eso ya lo veremos. - Se puso en pie, tras haberse sentado en una silla de madera con parte central acolchada -. Y discúlpeme que sea tan perentorio y ni siquiera le deje instalarse, pero deberíamos irnos ahora mismo.
- ¿A dónde?
- A la central de policía. Y por cierto, ¿sabe usted conducir? Ya no me fío de mis ojos ni de mis manos, ¡y mucho menos de mis reflejos, señor Erius!
El automóvil que usaba Iturrande era casi tan viejo como él, supongo que habría sido el coche habitual de servicio para el seminario - haría muchos años, claro -, y ahora lo usarían como transporte auxiliar para casos esporádicos. Conducirlo no era fácil, y resultaba evidente que aquel viejo cacharro necesitaba una buena puesta a punto, pero al menos teníamos algo en lo que desplazarnos. Tampoco me quejé, porque en mi trabajo había visto de todo, y en ocasiones había tenido que desplazarme en coches peores, en ciclomotores, en bicicletas..., ¡y hasta en patín eléctrico! Claro que también hubo momentos en los que pude disfrutar de conducir autos de bastante exclusividad y con cómodos cambios automáticos.
Mientras nos dirigíamos a la comisaría de policía, le pedí a Iturrande que me pusiera un poco al día del caso.
- Como es habitual - comenzó a decir el anciano reverendo - damos a nuestros internos momentos de descanso, o fines de semana para que puedan salir y cambiar un poco de aires. Hace unos días Bernard, uno de nuestros seminaristas, fue interceptado en un barrio de la ciudad por la policía, conduciendo un coche robado...
- ¡Vaya! - Exclamé -. Eso sí es fuerte.
- Sí... - Dijo Iturrande, dando un suspiro de lamento -. Pero hasta ese momento Bernard no había sido nada problemático, quiero decir, usted sabe... Los seminaristas son chicos, algunos bastante jóvenes, y bueno... A veces no son todo lo ejemplares que uno quisiera, pero por lo general son personas muy caritativas, humanas, y que darían todo por los demás. No hay que olvidar que aspiran al sacerdocio.
- ¿Y Bernard es de ese tipo?
- Tal vez tenga un carácter algo impetuoso, pero sí, tiene un gran corazón.
- ¿Y cómo es que de pronto, va y roba un coche?
Iturrande se encogió de hombros:
- ¡Nadie lo entiende, Erius! A mí me apena... Le tengo bastante cariño a estos muchachos... - Se le notaba bastante afectado, su voz temblaba, y decidí animarle tocándole con ternura el hombro con mi mano.
- Tranquilo, reverendo...
- El rector está sopesando la decisión de expulsarlo, por supuesto si es condenado será probable que lo acabe haciendo. Pero Bernard proviene de una familia de campesinos sin recursos, está becado, y sus padres me aseguraron que la fe de su hijo era enorme... Se pasaba el día en la iglesia del pueblo, y ahora esto... ¡Qué disgusto se van a llevar!
El anciano reverendo sacó un largo y blanco pañuelo de su sotana, y comenzó a limpiarse las lágrimas.
- No todo está acabado, veremos qué se puede hacer, reverendo. - Y añadí -. Pero no entiendo muy bien... ¿Qué pinto aquí?
- Yo les hablé de la Congregación, y el muchacho conoce su fama, Erius...
¿Fama? ¡Yo no quería tener fama!
- Yo no tengo fama de abogado...
- Quizá usted aclare por qué lo hizo.
- No hace falta, ya lo sé.
Iturrande me miró boquiabierto:
- ¿¡En serio!?
- O creo intuirlo...
- ¿Puede decírmelo?
- Bernard quiere que yo descubra lo que él no puede decir... Seguramente para no delatar a nadie. Por eso quiere a un investigador.
- Sí... Eso tiene sentido... - Musitó el reverendo.
- El problema es que se arriesga a que tal vez yo no descubra nada, y él acabe con sus huesos en la cárcel. - Miré hacia mi acompañante -. ¿No les enseña a sus pupilos a ser íntegros?
- ¡Eso trato! ¡Se lo aseguro!
Aparqué el coche en el estacionamiento de la comisaría:
- Pues tal vez sea hora de que revise sus métodos. - Dije, intentando no mostrarme severo, aunque tal vez lo fuera en cierto grado.
No me imaginaba a Bernard de aquella forma. Quiero decir, no tenía la imagen que la mayoría solemos tener de seminaristas: guapos, morenos, altos y apuestos. Bernard era más bien de aspecto "labriego", y no pude evitar recordar al verle las palabras de Iturrande respecto al oficio de sus padres. Su pelo, muy poblado, era compacto y encaracolado, cejijunto, de tez muy morena... Aunque para ser sincero, tenía cierto atractivo al que colaboraba sin duda su sonrisa sincera.
Su abogado ya nos esperaba, en la sala de interrogatorios. Tras las obligadas presentaciones, y de habernos sentado todos en butacas desgastadas de metal, dije hacia Bernard:
- Esto va a seguir y seguir, hasta acabar con tu sueño, tus estudios, y haciéndole daño a tus padres. ¿Por qué no dices lo que ocurrió y acabas de una vez con todo?
- Eso es lo que yo le trato de hacer entender... - Dijo su abogado, antes de que el joven hablara:
- Yo he hecho un acto que merece su castigo, y estoy dispuesto a enfrentarme a las consecuencias de mi mala acción. - Dijo, con firmeza y seguro de sí mismo. Me apoyé con mis antebrazos en la mesa cuadrangular que estaba frente a mí, y le miré a la cara:
- ¿Tus actos es que has robado un coche, y eres tan estúpido como para darte un paseo por la ciudad hasta que la policía te atrapase?
- No he dicho eso. Además, tampoco hice eso. - Dijo.
- ¿Ah, no?
- No estaba dando un paseo.
- ¿A dónde ibas?
- Al barrio de los dueños, para devolverles el coche. - Me respondió.
- O sea, que tú no lo robaste.
Se quedó en silencio. El abogado me miró:
- Así ha hecho con la policía... No suelta prenda, y eso no le ayuda.
Volví a dirigirme al joven seminarista:
- Dejemos de jugar, Bernard.
- No estoy jugando...
- ¿Para qué querías que viniera? No creo que fuera para verme, ni para que te firmara un autógrafo...
Silencio. Me puse en pie, y me acomodé la gabardina. Miré hacia el muchacho:
- ¡Vale, Bernard! Te creo...
Me miró, sorprendido. Parecía que había captado su atención por primera vez:
- ¿Me...? ¿Me cree?
- Sí. Y te sacaré de aquí. Quiero que tus padres te vean celebrando tu primera misa. ¡Pero tengo trabajo! Diego - dije hacia el abogado - acompáñeme, por favor.
Salimos al pasillo y el abogado me siguió hacia la calle, mientras Bernard hacía sus oraciones con el reverendo.
- ¿Podría ver el coche?
- ¿El automóvil que robaron?
- Sí...
- Claro. Ha estado en el depósito de la policía, y esta mañana por fin se lo han podido llevar sus dueños.
- ¿Tiene algunos desperfectos?
Diego se encogió de hombros:
- ¡No! Bueno... Estaba algo sucio por dentro...
- Espero que sus dueños no lo hayan limpiado aún. Vámonos rápido.
El letrado me indicó un BMW del aparcamiento, y entramos. Aquel coche era una maravilla, otro mundo comparado con la carraca de Iturrande. El abogado condujo atravesando el centro hasta la periferia, y pregunté:
- ¿Este es un barrio obrero?
- No, ni mucho menos. En Valladolid todos lo consideramos un barrio de clase alta...
- ¿Entonces robaron otro BMW? - Sonreí. Diego me miró de reojo:
- ¡No! Que bah... Los BMW no son fáciles de robar. Fue un Renault Clio, que es más fácil de llevarse.
- ¿De llevarlo quién? ¿Se les forma a los sacerdotes para que roben Renault Clio?
- ¡No! ¡Claro que no! - Exclamó, alarmado -. ¡Cielos, no he dicho eso!
- Entonces está diciendo que Bernard no lo robó...
Diego tragó saliva:
- Da igual lo que yo crea. Las pruebas están ahí.
- Las pruebas no tienen por qué ser siempre concluyentes. - Dije, y al ver que el BMW aminoraba, pregunté -. ¿Qué dirección es esta?
Anoté la dirección en mi bloc de notas, y salimos. Caminamos hacia un elegante edificio de cuatro plantas, de cubierta exterior verdosa clara, y Diego miró dudando hacia la placa de los pulsadores del videoportero:
- No estoy acostumbrado a estas cosas...
- Yo sí. - Dije firme -. Continúe y llame.
-... lo mío no es labor de campo...
Aquel tipo era un manojo de nervios. Decidí llamar yo. Una voz de señora preguntó:
- ¿Sí?
- Estamos investigando el robo de su coche. Por favor, abra. - Dije firme. Si uno pregunta en esas situaciones cosas como "¿puede abrir?", o: "¿Quisiera abrir la puerta?", lo más seguro es que duden y no le abran.
Subimos al primer piso y, junto a la puerta, ya nos esperaba una anciana de pelo canoso y revuelto:
- Ya hemos hablado con la policía...
- ¡Cierra, Emilia! - Decía una voz ronca desde el interior.
- Solo serán unas preguntas... - Comencé a decir.
- ¡Cierra, Emilia! - Insistía la voz desde dentro. Decidí tantear la sensibilidad de la anciana:
- ¿No querrá que se condene a un inocente?
El abogado temblaba a mi lado como una hoja. Evidentemente, no estaba acostumbrado a ese tipo de indagaciones. Yo no sabía si estaba a punto de hacérselo en los pantalones, o de salir corriendo.
- ¡No, claro que no! - Dijo, finalmente, la anciana, dejándonos paso libre al echarse a un lado.
Entré seguido por Diego hacia un luminoso salón que nos indicaba la señora. La tarde estaba bastante avanzada, y el sol bañaba con generosidad la estancia con sus últimos rayos. En un butacón, al lado de un sofá amplio de cuero negro, un señor de rudo aspecto - en su juventud debería haber sido un tipo enormemente robusto y musculado -, totalmente calvo, con mejillas carnosas, leía el periódico. Nos miró con frialdad, seguramente molesto por la intromisión y porque su esposa no le hubiera hecho caso. Me presenté, mostrándoles mis credenciales:
- Me llamo Erius, soy investigador de la Santa Inquisición. Al señor Diego ya le conocen.
Diego estaba bañado en sudor, el anciano se dio cuenta de ello y se cebó con él:
- Sí, claro. Es el abogado ese que quiere sacar de la cárcel al ladrón.
Me senté:
- Señores... Señora... Ustedes saben como yo que el seminarista no robó su coche...
Decidí usar el término "seminarista" a propósito.
- ¡No! ¡Yo no lo sé! - Bramó el anciano -. Además, él confesó.
- No... No confesó... - Titubeó el abogado. Para hablar de aquella forma, mejor que no hubiera dicho nada, porque el anciano se le echó al cuello:
- ¡Sí confesó! La policía le cogió conduciendo el coche, ¿o ahora sabe usted más que la policía?
Diego cerró la boca, y dejé que se quedara un rato así para que aprendiera la lección. Luego dije:
- Me gustaría dar con los verdaderos culpables, evitar que esto vuelva a ocurrir con otros. ¿Podría ver su coche?
Los ancianos se miraron entre sí. Insistí:
- ¿Lo han limpiado ya?
- Sí... - Dijo la señora.
- No... - Dijo a la vez el anciano, sobre las palabras de la señora. O sea: que no. Supuse que a ella no le agradaba mostrar su coche sucio.
- Si no lo han limpiado, mucho mejor. - Dije, para que ninguno de ellos se sintiera mal -. Así podríamos encontrar pruebas...
- Ya lo registró la policía, y no encontró nada. - Dijo el anciano.
- Dénme una oportunidad. - Rogué.
El anciano hizo una mueca de desgana, y señaló a un platillo sobre una mesa esquinera:
- Ahí están las llaves. - Y miró hacia su esposa. Una forma de pasarle la patata caliente a ella, y así poder protestar luego.
Le di las gracias y bajamos hasta el parking, aunque en la planta calle dejé que Diego se fuera, puesto que ya no le necesitaba. Al abogado le faltó tiempo para echar a correr y lanzarse de cabeza hacia su BMW.
El Renault Clio de los ancianos, cuyos nombres eran Emilia y Dolio, era de un color rojo claro. Exteriormente el auto estaba muy bien, aunque una vez dentro se notaba que había pasado unos días bastante "moviditos". El habitáculo estaba sucio, pero no la suciedad que yo esperaba. Había restos de haber puesto botas con barro sobre el salpicadero, de haber ensuciado el entapizado con algunos restos de comida (pizza, patatas fritas, o similar), y por supuesto las alfombrillas hechas una pena. Esa suciedad no me servía de nada.
La guantera estaba abierta, y los papeles desperdigados por todos lados. Comprobé que eran los papeles del coche, nada que me pudiese aportar un poco de luz.
- ¿Ha encontrado algo? ¿Ha encontrado algo? - No paraba de repetir la señora, y eso me estaba desquiciando.
Miré por los parasoles, por los portaobjetos de las puertas... Por las molduras interiores... Justo entre ésta y una alfombrilla encontré una colilla. La cogí con cuidado:
- ¿Su marido fuma, señora Emilia?
- ¡No, cielos! ¡Claro que no!
Yo estaba seguro que Bernard tampoco fumaría.
- ¡Entre! - Le pedí a la señora desde el puesto del acompañante delantero en el que me encontraba, y ella se sentó tras el volante. Por su expresión sonriente, no debía ser la que conducía el coche. Claro que no era necesario ser un sabueso para suponerlo.
Pasé al asiento de atrás, cerré todas las puertas, y me aseguré que todos los cristales de las ventanillas estuvieran subidos.
- ¿A qué huele? - Pregunté.
- ¿Ambientador? - Dijo ella, divertida.
Pasé mi nariz por el lateral del asiento trasero.
- ¿Olía así antes?
- ¡No, no! - Exclamó ella -. ¡Es ambientador!
No es ambientador, señora, es a porro que tira para atrás. Pero la dejé en su mundo del ambientador, y salí. Le di la mano:
- Muchas gracias, señora Emilia. Le estoy muy agradecido. - Le dije, tendiéndole mi tarjeta.
- ¡De nada! ¿Y esto? - Agitó entre sus dedos mi tarjeta.
- ¡Para que no se olvide de mí! - Exclamé. Mucho me temía que no iba a ser la última vez que nos viésemos.
Salí a la calle, y entonces me di cuenta de que el abogado, en su desesperación por salir de allí, se había largado y me había dejado solo y en una ciudad que no conocía.
Típico de abogados. Por qué no me sorprendía.
A Bernard le habían puesto en libertad con cargos, mala publicidad para el seminario, malo también para el coadjutor, y malo para el mismo Bernard. Desde luego no desearía estar en la piel del chaval, el rector seguro que le pondría el grito en el cielo.
Lo mejor que podía hacer por él era averiguar qué había ocurrido, y por qué. Era un caso curioso, porque normalmente yo investigaba para probar la culpabilidad de los acusados, a veces envueltos en crímenes no poco cruentos, y ahora era todo lo contrario: ¡tenía que probar su inocencia!
Bien es cierto que en teoría uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario, eso aseguraban las leyes, la lógica y el derecho. Pero en algo tan escabroso como aquello, y en un tema tan delicado como son los internos de un seminario, Bernard ya estaba siendo acusado y juzgado como culpable. Para sus compañeros, además - al menos para algunos de ellos -, Bernard quedaría marcado como un ladrón.
A no ser, insisto, que alguien demostrase fehacientemente que no lo era.
Bien podía dedicarme los próximo días a interrogar e investigar a esos mismos compañeros, pero había dos aspectos sobre hacerlo que me hacían considerar que sería una pérdida de tiempo. El primero era que, la gente que seguramente podría saber algo de lo ocurrido, serían sus amistades más cercanas y de más confianza. Y precisamente por ello no iban a soltar prenda. La otra razón es que no quería destapar rencillas, incluso entre personas tan devotas como debieran ser los seminaristas a veces surgen disputas más o menos infantiles. Si daba con uno de ellos al que no le caía bien Bernard por cualquier razón, podría acusarle sin motivo y me haría dar vueltas y, peor aún, perder mi tiempo a lo tonto.
A todo eso había que añadir que seguramente de intentar encontrar alguna explicación ya se habrían ocupado los directores y el rector, de manera que, lo mejor, sería entrevistarme con ellos.
Pero eso sería al día siguiente, de momento tendría que descansar. Iturrande me había reservado una de las pequeñas celdas de los seminaristas para mi estancia, así que tras instalarme, a las 20:00 horas en punto (por el reloj-despertador que siempre llevaba conmigo, recordaréis que me había quedado sin reloj) bajé a cenar al comedor.
Se me hacía raro ponerme a la fila y elegir los platos en medio de tantas personas, yo, acostumbrado a comer en silencio en mi casucha parroquial, o en habitaciones de hoteluchos del tres al cuarto. Y muchísimas veces en el coche. Y lo hubiera hecho de buena gana sino fuera porque, en aquella ocasión, consideré que podría venir bien para la investigación.
Elegí un sitio lo más apartado y arrinconado que pude, y observé a Bernard. Por supuesto el muchacho era el centro de atención, y todos le seguían con la mirada. Iba acompañado de dos compañeros, seguramente sus amistades más cercanas del seminario, y probablemente los únicos que, aunque fuera culpable, se mantendrían fieles a él. En cierta manera los respetaba y admiraba: no era fácil hacer amistades así. Y si Bernard las había hecho, es que era una persona por la que merecía la pena arriesgarse.
Aún no había tocado la comida, cuando vi cómo el coadjutor Iturrande me hacía indicaciones para que les acompañara a la mesa. Decidí ignorarlos, aprovechando el privilegio que me daban mis gafas tenuemente oscuras, y comencé a comer. No es que quisiera parecer descortés ni mostrarme maleducado, simplemente me parecía que lograría más solo, que rodeándome de las personas que dirigían los estudios. Aunque mi orgullo saliese malparado que, a esas alturas de mi vida y de mi carrera como investigador para el Santo Oficio, bien poco me importaba.
Para mi sorpresa, quien se acercó a mí fue la persona que menos esperaba: la anciana y famélica recepcionista de gafas de alambre. Tras saludarme escuetamente, me dijo con cierta dificultad (tal vez no estaba acostumbrada a pedir perdón):
- Discúlpeme por lo de antes...
Lógicamente, se refería a la escena en la recepción, donde ni siquiera me reconoció como investigador de la Inquisición. Decidí no hacerle pasar el mal trago:
- No se preocupe, no pasa nada.
La que se había mostrado molesta por haberle dejado entrever que podía haber problemas entre los seminaristas, ahora no se cortaba un pelo. Como se suele decir, "dime de qué presumes...":
- ¿Está aquí por lo de Bernard?
Con "lo de Bernard" estaba claro a qué se refería, pero mejor no arriesgarse.
- Eso parece. - Dije sin más, mientras cortaba un trozo de pan.
- Es buen chico - comenzó a decir, para incomprensiblemente añadir -, pero yo creo que para él es mejor que le acaben echando.
- ¿Por qué lo dice?
- Porque quedará ya marcado. No me quiero imaginar el infierno que deberá pasar si continúa estudiando aquí.
¿Es que no lo quería con ella? ¿Le disgustaba verlo allí? ¿No lo apreciaba tanto como decía? Yo no acababa de tenerlo muy claro.
- Ya puede acostumbrarse a las habladurías, rumores y prejuicios por parte de casi todo el mundo, si es que se hace sacerdote. Así que tal vez esto le venga hasta bien.
- ¿Usted cree que él lo hizo?
Si ella no me daba pistas, yo no le iba a facilitar información gratuita:
- ¿El qué?
- Robar el coche...
- Pues creo que usted sabe que no.
- Así es. Es todo por querer empeñarse en ayudar a los más necesitados.
- Meritoria labor para un seminarista. - Dije.
- Un seminarista a lo que tendría que dedicarse es a estudiar. - Sentenció, claramente molesta, y se fue.
Yo me quedé algo contrariado. Quién sabe, quizá a la mañana siguiente acudiese a mí pidiéndome disculpas de nuevo.
Que para la recepcionista lo "peor" que hubiese echo Bernard era implicarse en ayudar al prójimo, me dejaba bastante claro que mis teorías acerca del muchacho no estaban desacertadas. Pero con teorías no le sacaría del atolladero en el que estaba metido claro, así que debía buscar algo más tangible. Confiaba en que para eso me fuese de utilidad el rector, monseñor Moisés García.
Si hubiera algo para definir a García esto era frialdad. Para estar entre estudiantes y seminaristas no parecía ser una persona acogedora, aunque quizá fuera por eso, precisamente, el tipo ideal para aquel puesto. Quién sabe. Pero si allí estaba haciendo esa labor, por algo sería.
El seminario de Valladolid posee cuatro plantas, y su despacho estaba al final de la segunda, donde se encuentra el seminario menor, precisamente. Era un despacho muy cuidado, aunque con un aire a rancia nobleza que me resultó excesivo, esperaba algo más "académico". No sé, como despacho de dirección me parecía impersonal, aunque claro, inspiraba severidad por los cuatro costados, y quizá era eso lo que quería transmitir: respeto.
Un par de cuadros de antiguos Papas presidían la pared ante mí, es decir, tras Moisés, sentado en un sillón de ejecutivo que parecía realmente cómodo (y caro).
- Es la primera vez que hablo con un inquisidor, ¿sabe? - Supongo que quería halagarme -. Imagino que esa es buena señal...
Esbocé una sonrisa y él sonrió también. Me había servido un vaso de mosto frío, y él se había servido otro.
- ¿Qué puede decirme de Bernard? ¿Es conflictivo?
Juntó los dedos de las manos y "bailoteó" de lado a lado pivotando sobre su sillón, como si estuviera presidiendo el Consejo de Administración en una multinacional.
- Depende. - Se encogió de hombros -. Erius, aquí vienen jóvenes, muchos jóvenes en la flor de la vida, con mucha energía en el cuerpo y muchos sueños, que quieren comerse el mundo (y no solo este mundo), que quieren llegar a santos con su propio esfuerzo...
- Entiendo...
- Luego algunos aprenden más pronto lo que le cuesta al ser humano cualquier conquista, otros tardan más, y... En fin, otros no aprenden nunca.
- ¿Y Bernard de qué tipo es?
Estuvo pensando, se mordió el labio inferior, se relamió la lengua...
- Diría que del tipo idealista, Erius. Cuando los otros quieren acabar sus estudios, irse de misiones y predicar, él quiere hacerlo ya... Ahora. Como si... Como si el tiempo se le fuera escapando de las manos. Creo que eso es debido a las lecturas de vidas de santos que tiene en la cabeza, su madre nos contaba que era su lectura favorita.
- ¿Eso es malo?
Monseñor alzó ambas cejas:
- ¡Oh, no, no, no! Perdone, no quise dar a entender eso. - Dijo, rápido -. Es más: ¡ojala a todos les pudiésemos inculcar la afición a ese tipo de lecturas sin que se lo impusiéramos! Pero Bernard debe recorrer su propio camino, quizá no aprendió eso...
- Iturrande me decía que está aquí becado...
- Así es. - Bebió un sorbo del contenido de su vaso.
- ... Porque sus padres no pudieron pagarle los estudios ni el internado.
- Sí. Fue el reverendo en su pueblo quien movió muchos hilos para que el chaval pudiera venir. Y yo conocí a sus padres personalmente...
- ¿Le vienen a ver?
- ¡No! No, ni mucho menos. La primera vez le acompañaron, y son... Bueno... - Se encogió de los hombros -. ¡Gente de pueblo!
No sabía muy bien qué querría decir con eso. Tampoco quería averiguarlo. Continuó:
- Su madre se separó de él... Fue muy emotivo...
- ¿Sí? Cuéntemelo...
- Lo abrazó como si nunca fuera a volver a verlo, y le dijo: "ahora hazte santo", y lo despidió con un: "nos vemos en el cielo"...
- Vaya...
- Ya, no es usual. - Dijo, dando otro sorbo en el vaso.
- Entonces, quiere ser santo... Como todos los que están aquí, imagino.
- Claro.
- Y un día va, y roba un coche...
El rector hizo una risa forzada:
- Si, ¿verdad? Es ridículo.
- Con veintidós años...
- Sí... - Otra risa forzada.
- Dígame una cosa, señor García...
- Pregunte. - Se ofreció el rector, más animado.
- Sus padres eran, y son, espero, pobre gente del campo... No tendrían ni un tractor...
- Claro que no.
- Y el chico está aquí internado, sale a ayudar a los necesitados y vuelve.
- Más o menos.
- Vale. Entonces: ¿dónde aprendió a conducir?
El rector volvió a morderse el labio inferior, se quedó inmóvil, tragó saliva, y musitó...
- No... No sé. Un misterio...
Me puse en pie, y dejándole en su mar de dudas, me fui.
Llegué a casa del matrimonio de ancianos Emilia y Dolio, justo cuando estaban a punto de almorzar. Quizá el disgusto se les habría ya pasado, o a saber qué, el caso es que parecían más amigables que en la ocasión anterior, cuando les fuimos a ver Diego, el abogado, y yo.
La señora me invitó a pasar, e incluso a acompañarles en la mesa, a lo cual, y lo más educadamente que pude, me negué:
- No quiero molestarles, sólo será un momento.
- ¡No nos molesta! - Dijo ella -. Siempre es gratificante recibir a alguien de la Congregación.
- Me alegra oír eso, porque me gustaría pedirles un favor.
Dolio, que estaba ante una sopa de quinoa esperando a que se enfriara, lanzó:
- ¿Dinero?
Emilia, ruborizada, le llamó la atención:
- ¡Dolio!
- Los curas siempre quieren dinero... - Dijo el de brillante calvicie. Me temía que con él no iba a ser fácil.
- No - dije, mirando hacia ambos, puesto que Emilia ya se había sentado a la mesa, a la izquierda de su marido - es algo más sencillo y fácil.
- Pues usted dirá. - Invitó la señora.
- ¡No lo animes! - Dijo el cascarrabias de su marido. Sonreí:
- Me gustaría pedirles, más bien rogarles, que retiren los cargos contra Bernard. El seminarista.
Dolio se levantó mucho más ágilmente de lo que me habría imaginado, como si fuera un gigantón. Emilia se llevó la mano a la boca:
- ¿Cómo?
- ¡Ni lo sueñe! ¡Váyase de aquí! - Exclamó él.
Dolio, aunque era intimidante, no me amilanó. Sé muy bien que perro mordedor... Dije, pidiéndoles calma:
- Esperen, escuchen, van a acabar con el futuro de un seminarista, le pueden echar del seminario...
- ¡Que lo hubiera pensado antes! - Decía erre que erre el anciano.
-... Está becado, sus padres son unos pobres granjeros que no podían pagarle los estudios. Ese seminario es su gran oportunidad para poder ser reverendo.
- ¡No! - Insistió él.
- Estoy seguro que hasta ustedes han hecho alguna locura en su juventud...
- ¡Pero no como esa! ¡Yo no voy por ahí robando coches!
- ¡Cálmate, cálmate! - Le decía la mujer, estirándole de la manga de la camisa para que se sentara -. ¡Acuérdate de tu tensión! ¡La tensión, Dolio!
- Estoy convencido que él no lo hizo. - Argumenté.
La señora me miró con ojos como platos:
- ¿Ah, no?
- Ahora solo necesito probarlo.
Dolio se echó a reír a carcajadas, tanto que empezó a toser:
- ¡Buen intento! - Bramó entre toses roncas.
- Escuchen, encontraré al culpable...
- ¡Váyase de esta casa! - Insistió otra vez el hombretón calvo, muy airado.
- Es un coche, no es una persona. ¿Es más importante su Clio, que la vida de un joven? Piensen en la obra de caridad que pueden hacer, y lo que a ustedes, ya ancianos, les será de utilidad para presentar en la otra vida.
- ¡Que se vaya de mi casa! ¡Vaya a soltar sermones a misa! - Vociferaba el malhumorado anciano.
- Como quieran. - Dije, yéndome hacia la puerta. Emilia me acompañó, y la abrió. Le dije, mientras salía:
- Muchas gracias por recibirme, de todas formas. Perdone que le haya echo enfadar a su marido...
Entonces, me cogió de la manga de la gabardina con una fuerza tan increíble que me sorprendió, y musitó en baja voz:
- Yo le convenceré para que retire los cargos.
Sonreí:
- Muchas gracias.
Benditas abuelitas.
- ¿¡Cómo lo ha hecho!? ¿¡Pero cómo lo ha hecho!? ¡Cuente! - Era Diego, el abogado, que me acompañaba escaleras arriba junto a la recepcionista famélica, Lori, y al coadjutor Iturrande -. Le han retirado los cargos, ¡eso es una nueva oportunidad para Bernard!
- Eso espero. - Dije -. Aunque lo que voy a hacer no le gustará.
Llegamos ante la puerta de la celda de Bernard, y golpeé con firmeza con mis nudillos:
- ¡Bernard! ¡Salga! - Ordené tratando de mostrarme lo más estricto posible. El joven salió poniéndose una camisa blanca:
- Me estaba vistiendo para...
- No importa, salga al pasillo. - Le dije, llevándole fuera de su habitación. Bernard no estaba ni calzado, llevaba unos calcetines azules oscuros sobre sus pies.
Miré a Iturrande:
- Vigílelo.
- ¿Qué van a hacer? - Preguntó, atónito, el seminarista.
Entré en la habitación acompañado de Diego, que se quedó junto al quicio de la puerta mientras yo registraba la pequeña celda:
- ¡Cállese, Bernard!
- ¡No encontrará nada ahí, inquisidor! Solo las notas de clases, apuntes y...
- ¡Cállese, Bernard! - Repetí, con el mismo tono cortante. Diego miró hacia atrás, al joven, y le hizo un gesto poniendo su dedo ante sus labios, indicándole que se mantuviera en silencio. Bernard, entonces, se cruzó de brazos, suspiró, y se dejó caer, apoyándose en la pared, hasta el suelo, donde quedó sentado.
Diego musitó:
- Inquisidor, ¿qué busca?
Me daban ganas de decirle al letrado que se mantuviera callado también, pero decidí finalmente ignorarle. Busqué entre los libros, en la mochila y bolsas, en los bolsos de las chaquetas que había en el armario...
- ¡Vamos, vamos! - Me decía en voz baja a mí mismo.
Abrí unos cajones en el pequeño escritorio, había una agenda tamaño de bolsillo... La abrí y la volví a dejar en el mismo sitio, diciendo:
- ¡Bingo!
Salí, y al pasar junto a Bernard le dije:
- Gracias señor Bernard, ya puede volver a entrar. Perdone el pequeño desastre. - Refiriéndome a cómo le había dejado la habitación.
Me fui hacia la planta baja, y salí dirigiéndome al "cascajo" del coadjutor. Diego era el único que me seguía sin despegarse de mi lado:
- ¿Qué ha encontrado? - Quiso saber.
Se lo enseñé sonriendo, agitando un trocito de papel en el aire.
- ¿Un billete de autobús?
- ¡Exacto!
- ¿Y eso qué importa?
- ¡Eso lo resuelve todo, Diego! ¡Lo resuelve todo!
El conductor de la compañía de autobuses reconoció enseguida la fotografía de Bernard que le mostré en mi móvil. Me dijo hasta dónde iba y la parada en la cual se apeaba el seminarista. Fue fácil localizar el autobús adecuado: en el ticket se incluía la empresa, la línea, y el horario, de manera que solo tuve que esperar en la parada más cercana al Seminario Menor la llegada de ese autobús.
Caminé hacia un descampado, ya desde lo lejos se divisaba el poblado de pequeños edificios comunales que, en tiempos, había sido un asentamiento chabolista. En el exterior varias personas estaban atareadas cargando y descargando mercancías en sus furgonetas. Pregunté por el patriarca, y me llevaron ante un señor de pobladas cejas, con bigote y que estaba sentado, apoyado en su bastón, con otros ancianos. Le pregunté, mostrándole también la fotografía de Bernard:
- ¿Quién son los amigos de este chico? Sé que suele pasarse por aquí.
Los ancianos se miraron entre ellos. Un perro negruzco comenzó a olisquearme, y varios gitanos, con visibles malas pulgas, me rodearon amenazadoramente.
- ¿Quién lo quiere saber? - Me preguntó el patriarca, con cara de pocos amigos. Probablemente pensando que era policía. Saqué mis credenciales:
- El Santo Oficio.
Al decir eso, los gitanos que me rodeaban dieron un paso atrás, dejando más sitio entre nosotros. El patriarca se puso en pie de un salto:
- ¡Loli! ¡Llama al "Jilacho"!
No habían pasado ni diez minutos, cuando me encontré en uno de los pisos comunales, en frente de un joven que no debía tener más de veinte años. Sus padres, preguntándose qué narices habría hecho el muchacho para que la mismísima Inquisición estuviera alli, nos miraban atentamente desde la puerta. Le dije al chico:
- Demos un paseo.
Salimos, y tras pasar por un aparcamiento lleno de viejas motos de trial, nos fuimos por un camino que bordeaba los campos, entre maleza.
Jandro, alias "el Jilacho", no parecía el típico gitanillo. Uno se lo habría imaginado estilo "el Vaquilla", pero nada más lejos de la realidad. Era bastante menudo, pequeño y con un rostro mofletudo, que le hacía aparentar tener mucha menos edad. Parecía un chaval de dieciséis años.
- Bien Jilacho, ¿me vas a contar lo que ocurrió?
- Yo no sé nada... - Comenzó a decir, arrastrando la "a" última.
- Yo no soy policía, no te voy a detener. Pero tu amigo Bernard está en graves problemas por tu culpa...
- Yo no quiero que le pase nada malo a Bernard...
- Pues lo pueden echar del seminario. Se tendrá que pudrir en su pueblo alguien que podría haber sido un magnífico reverendo, por culpa de un niñato como tú.
- ¡A mí qué me cuenta! - Otra vez arrastrando la "a": "A mí qué me cuentaaaaa".
Le detuve:
- ¡Jilacho! Yo no te conozco, ni tú me conoces de nada, ¡pero no te voy a meter en la cárcel! ¡Que no soy policía! ¿¡Cuántas veces tengo que repetírtelo!?
- ¿¡Y entonces para qué quiere saberlo todo!? - Preguntó, reemprendiendo la marcha.
- De acuerdo. - Resolví -. El patriarca y tus padres te harán hablar.
No me agradaba recurrir a sus padres y al patriarca, porque probablemente le dieran una buena "tunda", pero si no había otro remedio...
Jilacho se quedó pensativo, y musitó con voz quejosa:
- Pero si luego los curas se lo dicen a la pasma...
- Jilacho, ¡que no soy policía!
- Pero se lo dirá a los curas... Usted es de la Iglesia.
- No te incriminaré. - Me miró con extrañeza, hizo una mueca. Temí que no entendiera ese término -. ¿Sabes lo que es "incriminar"?
- ¡Sí, coño! - Respondió, dándole una patada a una piedra y arrastrando ahora la "o".
- ¡No digas palabrotas! - Y le puse mi mano en su codo -. Venga, sigamos. - Dije, echando a caminar otra vez -. ¿Tú robaste el Clio?
- Robar... Robar es muy fuerte, padre...
Aquel chico ahora creía que yo era sacerdote...
- ¿Quién llevó la droga?
- ¿¡Cómo!?
- El chocolate, la maría...
- ¡Ah! - Se rascó por el espalda -. El "Impe".
- ¿"El Impe" os metió en eso?
Dudó:
- Oiga...
- ¡Venga Jilacho! O nos vamos con el patriarca. Me estás haciendo perder la paciencia, chico...
- Sólo queríamos pasárnoslo bien... - Dijo en tono quejoso.
- Lo sé... - Dije, condescendiente -. Pero ayúdame a echarle una mano a Bernard...
- ¡Y me "pringo" yo, inquisidor!
- ¡Que no diré tu nombre! ¡Te lo he dicho! - Le toqué por el codo de nuevo -. ¡Eh! Un inquisidor no puede mentir.
- Vale... El coche tenía las llaves y todo... Lo trajimos hasta aquí, para darles una vuelta a las chavalas y eso... No sabíamos lo que hacíamos. Bernard nos vio y dijo que lo devolviésemos, pero nadie quiso, todos decían que lo iban a abandonar... "Impe" quería tirarlo por el precipicio...
- Y Bernard se ofreció a llevarlo de vuelta a la ciudad, dejarlo donde estaba y asunto arreglado...
Escupió en el suelo:
- ¡Pero no sabía conducir! Le dije que yo le acompañaba si no se lo decía a nadie. Me dio su palabra. - Y me miró con ojos acuosos -. Y la cumplió.
- Sí. Claro que la cumplió. - Dije yo.
- Escuche, inquisidor... Tengo una hermana que es una maravilla... Le gusta escribir poesía, ¡es su pasión! Es lo único que la hace sentir viva. Pero está ciega, ¿entiende?
- Ya...
- Sólo me tiene a mí, siempre que quiere escribir un poema, publicarlo en internet, repasarlo, leerlo... Yo se lo hago. No puedo irme a la cárcel y dejarla.
- ¿Por qué no pensaste en eso antes?
No dijo nada. Miró al suelo. Añadí:
- Escucha, quiero que hagas algo por mí...
Me miró frunciendo el ceño:
- ¡Yo ya he hecho algo por usted!
- ¡No! ¡Yo te he salvado el culo de una forma que ni te imaginas! Pero vale: quiero que vayas con el reverendo Iturrande o con el sacerdote que prefieras, y confieses esos pecados...
- Ya pensaba hacerlo... Bernard me lo dijo.
Eso sí me sorprendió:
- ¿Y por qué no lo hiciste?
- Yo nunca tuve suerte para nada, inquisidor. Seguro que si voy a confesarme el cura se chiva...
- No. El reverendo no puede hacer eso. Pero no te preocupes, te enviaré a buscar y te irás a una iglesia con un reverendo en el que te aseguro podrás confiar y contarle todo.
Me miró fijamente:
- ¿No me engañará en eso?
- ¡Te di mi palabra!
Subí las escaleras del seminario hasta la segunda planta, y me acerqué a la celda de Bernard, cuya puerta estaba entreabierta. Éste, colocaba las últimas camisas en una maleta ya cargada hasta los topes. Me miró:
- Supongo que lo sabe.
- ¿Lo de Jilacho, o que te han echado?
- Ambas cosas. - Y añadió -. ¿Ve? ¿Para qué servía averiguarlo?
- Pero sabías que lo averiguaría...
- Sí.
- ¿Pensabas que yo delataría al Jilacho, y así te librarías de tu promesa?
Se detuvo, e hizo movimientos nerviosos:
- ¡No! Yo que sé... ¡No sé qué pensé, inquisidor! Estaba muy preocupado... Tenía la mente nublada.
- Quisiste hacer una buena obra... Pero tú pagaste las consecuencias. Y sí, Bernard, sobre el papel es bonito, eso de ser mártir y de defender a los inocentes... Hasta cuando llega el momento de vivirlo en propia carne. Entonces no mola tanto, ¿eh?
Se sentó pesadamente en la cama, y se llevó las manos a la cara, cubriéndosela. Añadí:
- No seas tan duro contigo mismo. No se puede ser santo en los libros. Ser santo no es hacer grandes cosas, es enfrentarse a los sufrimientos y castigos diarios, esos que minan y te atraviesan poco a poco. Ahí está el verdadero dolor. No es cuestión de saltar al circo de los leones y gritar envalentonado, a veces hay que sobrellevar simplemente el día a día. Si no puedes hacer eso, ¿cómo ibas a saltar y dejarte devorar ante los leones?
Bernard comenzó a llorar:
- ¡He sido un estúpido! ¡No sirvo para nada!
- Ven. Recoge tus cosas, venga.
- ¿A dónde? - Me preguntó, con los ojos enrojecidos -. Ya no tengo a dónde ir, Erius.
- ¿No tienes que largarte de aquí? Pues vamos.
Le ayudé a cargar las maletas en el viejo trasto de Iturrande, y luego nos encaminamos hacia la autopista.
- ¿A dónde vamos? - Me preguntó.
- Ya lo verás. Por cierto - añadí -. ¿Tus padres saben que te expulsaron?
Negó con la cabeza:
- Mis padres no saben nada.
- Mejor así, de momento al menos, entonces.
Otra vez la cara entre las manos. Otra vez vuelta a llorar.
Salimos hacia un pueblo, y nos dirigimos a una pintoresca capilla. Fuera, nos esperaban ya el reverendo Ruiz, y a su lado, apoyado en el coche de mi confesor, estaba Jilacho. Al verse, el gitano y el seminarista se abrazaron.
- ¿Le confesaste? - Le pregunté al reverendo cisterciense.
- Sí. Creo que no tenía muchas ganas de recordar ciertos hechos.
- Ya.
Me acerqué a ellos:
- Chicos, despediros. Aquí os separáis. - Se miraron entre ellos, y añadí, mirando hacia el gitano -. Tú regresas al poblado conmigo, y él - señalé a Bernard - se va con el reverendo Ruiz.
Bernard me miró, incrédulo:
- ¿Y eso?
- Tal vez no has podido ser sacerdote diocesano, pero lo serás en el Císter.
Bernard se quedó boquiabierto. Vuelta a llorar. Me abrazó:
- ¡Erius...! ¡Yo...!
El reverendo Ruiz se acercó a nosotros, y puso su mano sobre su hombro:
- Vamos, muchacho. Tenemos un largo trecho por delante.
- Serás un buen sacerdote. - Le dije a Bernard.
- ¡Lo intentaré! ¡Lo intentaré, de verdad!
- ¡Y reza por mí! - Le dije, mientras se alejaban hacia el automóvil de Ruiz.
- ¡Siempre estarás en mis oraciones, Erius!
- ¡Escríbeme! - Le pidió Jilacho.
El automóvil arrancó, y me quedé mirando cómo se iban haciéndose más y más pequeños entre los automóviles de la brillante carretera.
Jilacho se puso a mi lado, y me miró con simpatía y complicidad:
- Hay una cosa que no acabo de entender, inquisidor...
- Dime.
- Si como seguramente usted sabía, lo iban a expulsar del seminario, ¿por qué aceptó este caso? ¿No era mejor que la policía se encargase de todo, y que me acabase delatando?
- ¿Crees que te hubiera delatado?
- No... Pero seguramente... Seguramente yo sí hubiese acabado confesando, si lo hubieran condenado a la cárcel.
Sonreí, y le indiqué con mi mano que nos fuésemos al viejo coche:
- Eres un buen chico, Jilacho. ¿No te das cuenta que ayudándole a él, te estaba ayudando a ti?
Sonrió:
- ¿Y por qué me ayudaba a mí? No me conocía de nada.
- Eso, eso es precisamente hacer el bien al prójimo. - Le dije, picándole con mi dedo en su brazo -. Ahora, vámonos a tomar un refrigerio.
Jilacho se echó a reír:
- ¿Invita a usted? Porque conduciendo este "cachivache" dudo que tenga siquiera para un café.
- ¡La Providencia nos dará lo necesario!
Mientras conducía de vuelta a la ciudad, no pude evitar sentir un cierto pesar por la cantidad de muchachos como ellos que, en circunstancias parecidas, cometen un error y no se les da una segunda oportunidad. Por mi parte, me sentí agradecido por haber servido de objeto o medio para hacer regresar a aquellos dos descarriados al sendero adecuado.
Confiaba en que ambos hubiesen aprendido la lección.
FIN
Notas a "El precio de la amistad":
Es fácil hablar del prójimo y de ayudar a nuestros hermanos necesitados, cuando no nos ensuciamos las manos. Sin embargo, a veces ocurre que cuando sí lo hacemos, nuestras acciones no siempre son las correctas, aunque en un primer momento lo parezcan. Si unimos a eso unas promesas hechas a personas que apreciamos o/y amigos, y nuestros mismos principios de: siempre dar ejemplo de bondad y no defraudar, podemos encontrarnos ante situaciones imprevisibles y muy espinosas.
En este caso vemos cómo alguien pone en riesgo todo lo que tiene, en su afán de ayudar y de mantener su palabra ante una persona que estima, valora, y a la que, irónicamente, también trata de apoyar.
Eso debería enseñarnos dos buenas lecciones: la primera, no abusar ni exigir más de lo que razonablemente sea necesario, sobre todo a personas que dedican su vida por los demás. Podemos abocarlas al fracaso de su tarea, o incluso de su afán altruista que podría beneficiar a muchas víctimas más, y no solo a nosotros. Y la segunda, es no prometer algo que sabemos no podemos cumplir, aunque apreciemos a la otra persona o por simple comodidad. Es mejor quedar mal o decepcionarles, que engañarles haciéndoles una promesa sabiendo que luego no la podremos cumplir o es contraria a nuestro estado. A fin de cuentas, no podemos contentar a todos.
Bia Namaran
Haz click para imprimir el texto completo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario