La espada oculta
© Antonio María
Imagen: Dan Galvani
Corría por su vida. Sobre el suelo cubierto de vegetación, tierra y restos de lluvia. En aquel bosque extraño en el que durante sólo cinco horas al día dejaba de llover y que, más que un bosque, parecía una selva. El aire se escapaba de sus pulmones, arrastrándose trabajosamente en el interior de su cuerpo. Sabía que no podría soportarlo mucho tiempo más, pero no estaba dispuesto a dejar que lo atraparan. Le habían hablado de lo que los transeurtes hacían a los esclavos escapados. No les importaba el dinero que pudieran perder, el castigo era la muerte lenta y dolorosa, y después de haber acabado con dos de ellos no habría otro destino posible.
Miraba a su alrededor buscando algún refugio seguro. A pesar del denso verde y las rocas, comprendía que ellos serían concienzudos y tenían sus perros sabuesos. Si no encontraba algún lugar donde meterse y poder despistarlos de alguna forma, sería imposible escapar. El sudor recorría su cuerpo lampiño, vestido tan solo con un pequeño taparrabo. Procedía de una raza que la evolución había privado de todo vello. En su hogar las temperaturas eran altas y su piel era gruesa con el objetivo de aguantar mejor el calor. Quizás por eso se sentía tan desorientado. No estaba acostumbrado a tantos árboles. Lo suyo era el desierto, desde que se marchó de su tierra natal, se había dado cuenta de que quizás no hubiese muchos desiertos si viajabas tan lejos del sur. Él sólo buscaba la fortuna. Desde pequeño había querido conocer los reinos del norte. Por eso decidió viajar cuando se unió a su compañera. Movido por el ímpetu del amor se había creído invencible. Abandonaron la seguridad de su ciudad y su gente y se pusieron en las imprevisibles manos de la aventura sin pensar en las consecuencias. No podía prever que ellos llamarían tanto la atención. Pocos de los de su raza habían alcanzado antes aquellas tierras llenas de nobles, ladrones y putas de taberna que te daban placer por unas monedas. Nunca había imaginado que habría gente que pagaría por tener sexo. Y claro, era prácticamente imposible que una pareja de individuos carentes de pelo en todo su cuerpo, con un color de piel como el ébano y con casi dos metros de estatura pasara desapercibida. Se detuvieron en una posada para descansar, comer y preguntar si podía haber trabajo por la zona. Él era un buen cazador y sabía luchar y ella no se quedaba atrás. Hablaron con el posadero y les dijo que probaran en el castillo del Conde Riltz; siempre había trabajo para dos personas fuertes como ellos.
Sin embargo, dos miembros de la tribu transeurtes que se encontraban allí y escucharon toda la conversación, sostuvieron una sonrisa cómplice entre ambos. Entonces no lo sabía, pero eran una famosa tribu de las Islas del Este que solían recorrer el continente buscando carne humana para vender. Nadie se les interponía. Nadie se atrevía a declararlos ilegales. Nadie quería saber de ellos. Crueles y con una carencia de valor por la vida humana que hacía que se hiciera un cerco a su paso. Hacía falta muy poco para que un cruce de miradas furtivas con esos asesinos se convirtiera en una misteriosa desaparición nocturna que jamás se resolvería.
Nunca debió haber dejado sola a su mujer. Aquella noche la atacaron mientras el salió a respirar un poco de aire nocturno. Se quedaron a dormir en el cobertizo de la posada. Fue lo único que pudieron pagar. Su dinero no les alcanzaba para una habitación, pero el posadero les dejó quedarse allí. No podía dormir y salió a pasear. Se alejó un poco y entonces oyó un ruido justamente a su espalda, procedente del lugar del que venía. Corrió como si su alma se le hubiese escapado y tratara de ponerse fuera de su alcance dos metros por delante.
Pero fue tarde. Su compañera había tratado de resistirse a su captura y convirtió una vida de eterna esclavitud en una daga que le arrancó los intestinos. Había matado a uno de los tres esclavistas con sus propias manos, pero eran demasiados. Entró en el cobertizo a tiempo de ver cómo a su amor se le escapaba la vida, entre gritos, agarrándose las tripas con sus dedos sanguinolentos. Sus ojos negros, oscuros como la noche, se posaron sobre él mientras una lágrima luchaba por salir a la luz. En ellos sólo se podía leer una frase: «Te quiero ». Su cuerpo se quedó petrificado por el terror y sintió un tremendo golpe en la cabeza. Luego, la oscuridad.
De todo esto hacía tres semanas. Sus ojos se llenaban de amargo llanto cuando recordaba lo sucedido. Lo trasladaban al mercado de esclavos más importante del mundo, La Cuenca del Kash, donde esperaban sacar un buen precio por él entre los nobles de alta cuna de la corte del príncipe Atembo. Habían recorrido más de mil kilómetros desde aquel cobertizo. Él no podía ni imaginar, por mucho que lo intentara, lo alejado que se encontraba aquel sitio. También le costaba entender a la gente, fuese quien fuese el que hablara. Su compañera hablaba la lengua común del norte casi perfectamente, pero él apenas si comprendía una palabra. A pesar de todas las dificultades, vio un momento de debilidad en la vigilancia de sus captores. Suponía que su pasividad al haberse encontrado solo en aquella situación, desesperado por la pérdida de su amada, había hecho que los mercaderes de personas pensaran que sería un hombre dócil durante todo el viaje. Los transeurtes no contaron con su fortaleza y una noche, cuando estaban todos dormidos, a pesar de sus ataduras, liberó sus piernas y brazos y consiguió coger por sorpresa a uno de ellos que estaba dormido. Le rompió el cuello y con un cuchillo que le arrebató mató a uno de los centinelas que vigilaba la zona sur del campamento.
El sol ya se había ocultado dos veces desde entonces y había sufrido lo indecible. Su huida lo había arrastrado a las puertas de aquel extraño bosque en el que terribles aguaceros castigaban sus cansados miembros durante prácticamente todo el día. Tenía hambre y necesitaba un arma, pues la daga que había robado la perdió un día antes defendiéndose de una bestia enorme que intentó devorarlo, apareciendo de debajo de las aguas de un río en el que trataba de saciar su sed. Suspiró. Al menos de momento había dejado de llover, aunque sabía que la calma no dudaría mucho. Meditó sobre su situación y lamentó no tener al menos una espada. Era cuanto necesitaba. Con ella, sabía que podría hacer frente a no menos de diez hombres. Era mucho más alto y corpulento que aquellos esclavistas. Se sentía un poco débil porque hacía bastantes horas que no comía bocado alguno, pero su rabia le daría las fuerzas que necesitaba. Sin embargo, carecía de aquel arma o de cualquier otra y sólo podía correr.
Le resultaba imposible saber en qué momento del día se encontraba. La vegetación era tan frondosa que no podía ver el sol. Ni siquiera podía dilucidar si en aquel momento había nubes en el cielo, ahora que no llovía. De pronto detuvo su carrera y agudizó su oído. Escuchaba perfectamente agua cayendo no muy lejos. Observó en la dirección del sonido, pero sólo vislumbraba árboles y más árboles, envueltos en plantas y más plantas. Reanudó su carrera con más ahínco. Sorteando los escoyos del camino rápidamente, llegó a un conjunto de cinco árboles enormes alineados de izquierda a derecha. Ya no le cabía ninguna duda. Sentía la humedad del agua perfectamente. Rodeó los árboles dejándolos a su derecha y entonces lo vio. Ante él, apareció un abismo sobrecogedor. El terreno terminaba a pocos metros por delante. Su mirada acarició la superficie de aquel despeñadero. La altura era considerable y al otro lado de aquel precipicio descubrió el origen del sonido que lo había inquietado. Una hermosa cascada brotaba con el ímpetu de un caballo desbocado. El agua salía vomitada de la pared de un macizo rocoso que soportaba el peso de algo que dejaría sin palabras a todo ser viviente que se encontrase con aquella maravilla. Un edificio de una belleza arquitectónica inaudita se alzaba ante el fugitivo con una majestuosidad sublime. Dos estatuas enormes de dos mujeres derramando algo de unas ánforas, cuyas bocas coincidían con los agujeros de la roca, parecían estar tirando toda aquella agua. Justo encima un dintel reposaba sobre las espaldas poderosas de otras dos estatuas que parecían porteadores de mercancías. ¿Qué podía ser aquello? Parecía que hacía mucho que nadie pasaba por allí. Las estatuas, paredes y todo aquel templo en su conjunto se encontraban recubiertos de musgo y muchas partes estaban derrumbadas. A pesar de todo, parecían unos muros sólidos; sin embargo, los estragos del tiempo eran evidentes. La gran e impresionante entrada del edificio estaba semiderruida y desde allí podía ver la puerta destrozada que reposaba en el suelo. Un puente colgante, que parecía a punto de caer al vacío en cualquier momento, era la única vía para alcanzar el otro lado.
Nunca le habían gustado las alturas. Le producían mucho respeto y no era un buen escalador. Se acercó lentamente al comienzo del puente y la idea de cruzarlo no le gustó demasiado, mas era el único camino. Aquella plataforma no parecía nada segura y daba la sensación de que se caería a pedazos en cualquier momento. Y en ese instante, oyó el sonido del viento al rasgarse y una flecha se clavó a pocos centímetros de su pie derecho. El proyectil había salido de entre los árboles y no podía ver quién lo había disparado así que no le quedó otra: reanudó su carrera con frenesí.
Corrió como el aire en la tormenta agarrándose a donde podía mientras aquella pasarela mugrienta se movía de un lado a otro como si fuese un caballo que no quisiera ser montado. Apretó los dientes y se tragó todo el terror que sentía. Los gritos de sus captores estaban cada vez más cerca. Más flechas cortaban el viento a pocos centímetros de él pero, gracias al vaivén de aquel pontón, no conseguían alcanzarle.
Por fin alcanzó el umbral de aquella construcción majestuosa. Por un breve instante volvió su mirada hacia atrás. Los transeurtes ya se encontraban sobre el puente. Hubiese dado media vida por tener una buena daga en aquel momento y cortar las cuerdas que sujetaban el peligroso viaducto que cabalgaba entre los vientos y sobre las furiosas aguas de aquel río, pero tuvo que conformarse con seguir corriendo.
La temperatura bajó sorprendentemente cuando estuvo en el interior del misterioso templo. Se encontró en una sala de desmesuradas proporciones, con el suelo de piedra y cuyas paredes se encontraban en su totalidad cubiertas de estatuas de caballeros poderosos que soportaban el peso de unos techos altos, bordados de frescos de batallas épicas que se encontraban en bastante mal estado en muchos sitios. La inmensidad de la estancia lo sobrecogió por un momento. Allí adentro el silencio era absoluto. Sólo escuchaba el sonido de su corazón en la cabeza y de su agitada respiración. No oía nada más. Miró a izquierda y derecha, esperando encontrar algo que pudiese usar para defenderse, pero sólo encontró desechos de piedra, madera y telas de terciopelo rasgadas que otrora habrían servido para decorar y que ahora apenas se podrían utilizar como trapos. Nada que pudiese utilizar como arma.
No alcanzaba a ver el otro lado de aquel salón. Por el techo entraba la luz del sol a través de algunos agujeros que el paso del tiempo y las inclemencias del tiempo, que en aquel extraño bosque eran tan persistentes, habían perpetrado en su superficie, pero la iluminación resultaba insuficiente. Finalmente, saltó sobre un gran trozo de piedra que se interponía en su camino y alcanzó la pared del fondo.
Había una puerta. De la misma piedra de los muros, caliza y algo translúcida como si fuera alabastro. En el centro había tallado el hueco de una mano, una mano enorme. Más grande que la suya, que ya era de una dimensión considerable. No había nada más. Su huida había sido cortada de raíz. No podía continuar. Empezó a sentir pánico. Los pasos de sus perseguidores se comenzaban a oír en la lejanía de aquel inmenso lugar. Podía sentir cómo el sudor recorría su espalda, el pecho le ardía y sentía el mordisco del cansancio en el costado. Volvió a dirigir toda su atención en el portón cerrado. No veía ningún tipo de cerradura o resorte, ni nada que pareciera una abertura. Y luego estaba aquel hueco. Lo examinó rápidamente sin saber qué estaba buscando. Entonces colocó su mano derecha. Sobraba mucho espacio, pero, de repente, sonó un crujido gutural y la pared comenzó a temblar. Asustado se apartó velozmente mientras observaba como el hueco en la pared se abría en dos lentamente, hacia derecha e izquierda. Fue un sonido ensordecedor que acabó pronto. La puerta estaba abierta y tras ella una escalera serpenteaba hacia abajo.
Sentía miedo. La idea de bajar a las profundidades de lo que fuera aquel edificio no le hacía percibir perspectivas demasiado halagüeñas, mas no podía hacer otra cosa si quería tener alguna posibilidad de sobrevivir. Los pasos a la carrera tras él cada vez los sentía más cerca, así que apretó los puños y cruzó aquel portón que le ofrecía una oportunidad. En cuanto se encontró dentro, la puerta volvió a cerrarse. Intentó evitarlo pero no pudo. Miró a su alrededor. Las escaleras bajaban por una galería cuyas paredes estaban recubiertas de frisos con relieves que representaban a más guerreros enzarzados en batallas. Había antorchas encendidas a lo largo de todo el recorrido hasta donde alcanzaba su vista. ¿Era posible que aquel extraño lugar no estuviese abandonado después de todo? Comenzó a bajar los escalones lentamente, con mesura, como si esperase que cada uno de ellos ocultase algún tipo de trampa mortal.
En aquel momento se alegró de estar allí metido. Al menos estaba a salvo. Las escaleras desembocaban en un largo pasillo de idéntica decoración por el que caminó durante varios minutos hasta alcanzar una estancia mayor. Una bóveda de piedra, iluminada por grandes teas de aceite y adornos dorados en las paredes. Al fondo sus ojos, que habían ido acostumbrándose a la iluminación poco a poco, observaron una especie de altar. Dirigió sus pasos hacia él para verlo mejor. En el centro había una estatua, otra más, de otro poderoso guerrero. Se encontraba en una posición forzada, con sus manos agarrotadas en una postura de sufrimiento extremo. Le doblaba en altura. En su pecho una gran espada lo atravesaba de parte a parte. Era un gran mandoble y no era de piedra. Podía ver como la luz de las antorchas arrancaban destellos al metal, como esquirlas afiladas en la oscuridad. Se subió al pedestal en el que se encontraba la estatua y observó el arma detenidamente. No cabía duda. La espada era real; no era un mero adorno de aquella imponente figura. ¿Qué pasaría si la retirase de su pecho? No había nada más; el sótano terminaba allí. Examinó la pared más alejada al fondo y no vio ninguna salida. Si tuviera aquella espada podría volver sobre sus pasos y acabar con todos sus perseguidores.
Lentamente aproximó su mano derecha hacia la empuñadura. Estaba un poco caliente y las joyas engastadas en su superficie brillaron tenuemente. Después tiró con fuerza, pero no se movió ni un ápice. Respiró hondo varias veces y esta vez utilizó las dos manos. La espada se movió poco a poco, abandonando aquel pecho de piedra muy despacio; saltaban chispas cuando, por fin, la extrajo del todo. Luego, sonriente, observó aquel tesoro. Era un arma magnífica. Parecía tan afilada que pensó que podría cortar el viento. Estaba perfectamente equilibrada y fabricada con un brillante metal negro que refulgía salvajemente en la oscuridad. Su profunda mirada se endureció. Giró sobre sí mismo y bajó del pedestal. Volvió a las escaleras con determinación y al llegar a la puerta, ésta volvió a abrirse.
Fuera, cinco transeuters le esperaban armados hasta los dientes. Sin embargo, la visión de un musculoso hombre de dos metros, empuñando un mandoble de metal negro con ambas manos perturbó toda confianza que pudiesen tener. Él sonrió. Ya no estaba solo e indefenso. Las tornas habían cambiado. Su primer enemigo intentó moverse. Nunca sabría qué era lo que intentaba hacer, ya que al instante enterró aquella enorme espada en su cráneo con un ruido sordo y seco. El primero había caído.
Los demás se atemorizaron. Se encontraron con su mirada y comprendieron que ya estaban muertos. La desesperación hizo que dos más se lanzaran al ataque, pensando que quizás no podría con más de un hombre a la vez. Detrás de ellos los dos transeuters restantes estaban petrificados. El primer atacante apenas si sintió que su cabeza había sido separada de su cuerpo antes de morir. Acto seguido, como si los estuviera atacando un rayo en la tormenta, la espada desparramó las tripas de su compañero. La sangre y las vísceras tiñeron de muerte la piedra del suelo. El metal del arma se estaba volviendo rojo. Se dio la vuelta para enfrentarse a sus restantes enemigos pero ellos ni siquiera le prestaban atención. Parecían estar paralizados por el miedo, dirigiendo su mirada a algo que había detrás de él. Muy lentamente se fue dando la vuelta. A pocos metros de donde se encontraba, la estatua a la que le había arrancado la espada, había cobrado vida y se movía despacio hasta su posición. El terror lo atenazó mientras los esclavistas comenzaban a gritar y aquella aberración sin nombre se movía hacia ellos con gran estrépito. De nuevo estaba corriendo para salvar su vida y valiéndose de su corpulencia, derribó a los dos hombres que gritaban delante de él, huyendo como si todos los dioses de la creación fueran a castigarlos. El golem de piedra se movía cada vez más deprisa, a pesar de su tamaño, y pronto capturó al transeuter que iba más despacio. Pareció observarlo con extrañeza, con una mirada carente de vida, mientras su enorme mano lo sujetaba por encima de su cabeza sin hacer caso a los gritos y desvaríos de terror de aquel infeliz. Luego, con un movimiento, seco destrozó su cuerpo partiéndolo en dos mitades.
Mientras corría a toda velocidad para salir de allí, lanzaba miradas a la espada. Quizás debió soltarla, pero no quería volver a sentirse indefenso. En ese momento, el techo comenzó a desplomarse. Pudo oír cómo una parte del tejado caía a pocos metros a su derecha. La criatura seguía tras ellos cuando su otro enemigo tropezó con los cascotes y cayó al suelo. Ya era demasiado tarde para él.
El templo se desmoronaba con él dentro. Su pecho era un recipiente de fuego y los músculos de sus piernas parecía que le iban a estallar, pero sacó fuerzas de donde no las tenía y consiguió abandonar el edificio. Sus ojos se postraron en el puente. Ya no cabían más precauciones, corrió como un rayo y saltó encima de la plataforma mientras los pedazos de los muros de aquella construcción milenaria caían por doquier alrededor suyo. Comenzó a cruzar todo lo deprisa que podía cuando se oyó una especie de explosión y volvió a retroceder con su mirada. El templo había sucumbido con todo lo que tuviera dentro y el puente parecía que iba a correr su misma suerte. Ya había recorrido un tercio del mismo, cuando las cuerdas que lo sujetaban en aquel lado del acantilado se rompieron. Apenas si tuvo tiempo de soltar la espada, que cayó a las aguas, y agarrarse a los travesaños medio podridos mientras se precipitaba hacia el otro lado de aquel abismo mortal. El farallón rocoso frenó en seco su trayectoria produciendo un gran estrépito que casi le hizo caer.
Estaba vivo, increíblemente estaba vivo. El corazón retumbaba poderosamente en las paredes de su pecho mientras recobraba el aliento. Todo había desaparecido. Sólo quedaban vestigios inconexos de la colosal estructura que le había salvado la vida. Escaló por encima del derruido puente y en unos minutos volvió a estar pisando tierra firme. El peso de su agotamiento se precipitó sobre él ahora que todo había pasado.
Había perdido su espada, pero ya no importaba. Los mercaderes de esclavos probablemente ya le habrían dado por perdido. Sólo tendría que andar con cuidado. Lentamente se puso en pie, respiró hondo y comenzó a caminar. Y de pronto, comenzó a llover otra vez.
FIN
Haz click para imprimir el texto completo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario