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El soplón



El soplón (saga "Policía Armada")
© A. Bial Le Métayer


El soplón


Lorenzo ya nos esperaba sentado en un banco del parque de La Quiñones, en el barrio madrileño de Lavapiés. El gitano se entretenía viendo pasear a las jovencitas empujando sus cochecitos de bebé de la firma Dori, fabricados en el país por los vascos de Pildain y Urizarbarrena, S.C.R. A la vez, sentado en el borde del banco y con su brazo extendido sobre lo alto del respaldo como si fuera un potentado, fumaba compulsivamente Celtas largos. De hecho la caja, arrugada, ya acabada, estaba tirada a sus pies con su característico color naranja y blanco. Era evidente que las normas de comportamiento cívico y de mantener limpia la ciudad no iban con él.

Cuando pasaban a su lado algún grupo de estudiantes con minifalda, o mini-vestidos, sonreía y las piropeaba sin cortarse, llamando "guapa", "a ti te haría unos cuantos favores", "ese culito, qué bien se menea", y lindezas semejantes. Al parecer le iban las rubias de cabello trigueño y rizado.



Claro que Lorenzo no era el único, a cierta distancia, en la acera, una cuadrilla de obreros picaba un enorme agujero en el suelo, lidiando con el sol de la mañana a base de lingotazos de botellas de cerveza color tostado de El Águila Negra, y se pasaban la jornada piropeando a diestro y siniestro. Estos no se cortaban ni un pelo ni con las muchachas que paseaban a sus retoños en cochecito o en sillita, - a no ser, claro, que fueran del brazo de sus maridos o acompañadas por padres o hermanos -, y les soltaban "gracias" sin tapujo alguno, gritando por encima del ruido de los motores de las furgonetas DKW F1000 de reparto, o de los petardeantes motores de las scooters Lambretta: "si quieres que te hagan otro no tienes más que pedírmelo", o: "¡qué moza más guapa! ¡Qué lindo se va a poner el niño con ese par de biberones!".

Ellas, la mayoría de las veces, desviaban la mirada y aceleraban el paso aunque, siempre que podían, trataban de evitar pasar por la zona de la acera en la cual los obreros ejercían su labor.

Lorenzo era un gitano de mediana edad, aunque por su piel oscura y sus profundas arrugas parecía bastante más mayor. No hacía frío, pero llevaba encima un impermeable Dugam, probablemente porque el cielo cubierto amenazaba lluvia, y era de esos tipos que no usaba paraguas. O tal vez rompía demasiados paraguas que tantas visitas al paragüero no le traían a cuenta. Su cabello era negro, lleno de tirabuzones por detrás, y su barba, descuidada, estaba plagada de aleatorios ramilletes canosos por aquí y por allá. Era notoria su nariz, con una punta como una berenjena, tal vez porque le daba demasiado a la botella de jerez Sandeman, quién sabe.

Aquel gitano era un soplón de la policía, más bien el preferido de Braulio entre sus soplones. La Policía Armada le hacía la vista gorda a sus correrías y él, a cambio, les daba información para detener a algún desgraciado y poder llenar el expediente, dando apariencia de que nuestro trabajo era efectivo, de que limpiábamos las calles de alimañas, y todo sin tener que molestarnos en investigar ni en coñas varias. Todos salíamos ganando. Bueno, no todos, la sociedad no, obviamente, pero salían ganando "los grises", que era quienes interesaba. Lo demás a nadie le preocupaba demasiado, la verdad, y entre ese "nadie" se incluían a nuestros superiores. Ellos sobre todo.

Pero mientras nos acercábamos, Braulio se paró en seco, colocó su mano sobre mi brazo para captar mi atención, y me dijo:

- ¡Mira a esos, qué greñas!

En un rincón de la acera que bordeaba el parque, y entre varios Seat 1400 y Peugeot 404 aparcados, había un Seat 600 color verde oliva, en el cual estaban reunidos un grupo de jóvenes veinteañeros, escuchando música de Rosalía a todo trapo. Se podían distinguir claramente las estrofas de la canción "La Hora".

Sin pensárselo un momento, Braulio se fue hacia ellos, y yo le seguí a un par de metros de distancia. Al vernos acercarnos vistiendo los uniformes de la Policía Armada, los chavales se pusieron visiblemente nerviosos, las muchachas que estaban sentadas en los bordes del capó del Seat, saltaron al suelo, y el veinteañero que estaba tras el volante, de melena rizada y pantalones acampanados de color naranja oscuro, apagó la música y aceleradamente cerró la puerta del coche.

Braulio cogió la defensa en su mano, amenazante, y exclamó:

- ¡A ver, venga! ¡Despejad la zona, derechitos a vuestras casas! ¡Id a trabajar, vagos! - A continuación, con la defensa policial le alzó un poco la minifalda a una de las chavalillas. Ésta dio un respingo y emitió un chillido, mientras daba un saltito para esquivar a Braulio, a la par que éste la reñía diciendo - : ¡Y tú, guapa, a ver si te tapas un poco, que vas enseñando todo el chochete por ahí! ¡Cómo no os van a dejar preñadas! ¡Luego os quejáis!

Sin mediar palabra echaron pies en polvorosa, las chicas en grupito, temblando y correteando, y ellos con las manos en sus cazadoras o en los bolsillos de sus pantalones, acelerando el paso y con el cigarrillo entre sus labios, fumando compulsivamente. Yo miré a través de las ventanillas el interior del Seat 600. Los asientos estaban abarrotados de discos de Los Brincos, Los Relámpagos, El Dúo Dinámico... Sobre la butaca del asiento delantero había un tocadiscos Kolster, y el suelo era un amasijo de cajetillas arrugadas y vacías de Bisonte, Celtas, Ducados y demás cigarrillos.

- Vámonos, anda. - Le dije a Braulio, que seguía con la mirada los correteos de las veinteañeras. Empezábamos a llamar la atención demasiado, y los curiosos, especialmente los ancianos, se detenían a mirar, probablemente esperando a ver si les dábamos la paliza a alguien. No iban a tener la suerte de ver ese espectáculo.

Llegamos finalmente junto a Lorenzo, y nos sentamos en los extremos del banco, dejándole a él en medio. Nos miró nervioso, fumando otro Celtas más. A saber cuántos de aquellos asquerosos cigarrillos se habría ya tragado. Imagino que a un policía como Braulio uno nunca se acostumbra, aunque sea un soplón.

- A ver, ¿qué tienes? - Quiso saber mi compañero, con gesto autoritario.

Entonces, el soplón se llevó una mano al bolsillo de su cazadora, sacó un billete azul verdoso con el dibujo de Jacinto Verdaguer en su frontal - o sea, de 500 pesetas, ni más ni menos -, y se lo dio a Braulio. Éste lo miró con curiosidad, lo alisó con sus dedos, lo miró al trasluz...

- Esto es más falso que una vaca volando. ¿Quién te lo ha "dao"?

- Así es - dijo Lorenzo -, pero lo están moviendo por el barrio, por las gasolineras... Y a simple vista cuela. Fíjate en la tinta.

Braulio arrugó el billete en su mano:

- ¡Bah! ¡Quien lo haya hecho no sabe dónde se mete! Si le trincamos va a saber lo que es bueno. ¿Quién está metido en esto? Y no me digas que te lo encontraste en el banco.

Lorenzo puso cara de listillo:

- Sé algo mucho más interesante. Sé dónde tienen el taller. Pero quiero una parte.

A Braulio no le iban ese tipo de retóricas, para él Lorenzo era un panoli, no le tenía en ninguna consideración:

- Una parte de los palos que les van a caer te damos, si quieres. - Amenazó, frunciendo el ceño. El gitano tragó saliva:

- Al menos déme cuatrocientas pesetas. - Ya empezaba a suplicar.

- A ver, Lorenzo, ¿qué me estás, chuleando?

- ¡No, no! - Respondió de inmediato el soplón. Su actitud había cambiado por completo, dejando atrás la altanería para mostrar una completa sumisión.

- Mira, si es como dices te llevo doscientas pesetas y "vas arreglao".

Lorenzo no quedó muy contento, pero ya había adelantado "la exclusiva" y no podía volverse atrás, porque sino sabía que Braulio no dudaría en cogerle de la oreja y arrastrarle hasta los calabozos.

Ya con la información, que correspondía a un piso de Moratalaz, nos fuimos al coche y volvimos a la comisaría.


****


Al final resultó que unos quinquis desarrapados habían contratado a un grabador, y montado un taller de falsificación de moneda de una manera un tanto cutre. El resultado era que de allí salían billetes más o menos "pasables", y otros que no engañarían ni a un invidente. Pero Braulio se llevó una felicitación, y la unidad de intervención de la policía logró una genial publicidad. Todos contentos.

Por ello, casi un mes después, le acompañé a llevarle el dinero prometido al soplón.

Lorenzo vivía en una barriada que, en realidad, era un conglomerado laberíntico de casas, corredores, soportales y callejas entremezcladas unas con otras. Era fácil perderse por allí. En aquellas viejas edificaciones residían familias gitanas a las que, supuestamente, el Instituto Nacional de la Vivienda había sacado del chabolismo, pero básicamente las había hacinado en otro lugar.

Cruzamos por un pequeño patio de cemento muy deteriorado, con algunos charcos incluso - y eso que hacía buen tiempo -, en el cual unos chavales jugaban al baloncesto con canastas improvisadas con aros clavados en tablas y sin cesta, y ascendimos por una pequeña escalinata, tras ella nos metimos en un estrecho y oscuro portal, y finalmente llegamos hasta una escalera de madera, también estrecha, y con escalones ennegrecidos de años y años de uso y sin pintar. Olía a madera tostándose.

Subimos varios pisos hasta el superior. Allí había una puerta de madera, que aún tenía restos de pintura verde, y con pomo mugriento de latón. Estaba abierta, así que Braulio entró sin más. En aquel barrio casi nadie cerraba las puertas, todos conocían a todos, y todos vigilaban a los extraños. Nadie se atrevería a robar allí.

Lorenzo abrió una botella de cerveza Ámbar para nosotros, y llenó tres vasos aunque ya sabía que yo no iba a beber. Permanecí junto a la puerta mientras Braulio y él se acomodaban en dos butacones de grueso acolchado en borreguillo, color crema, ya muy desgastado y roñoso. Un chiquillo de alrededor de diez años veía la televisión en una esquina, era un enorme aparato de marca Iberia que le cegaba los ojos, pero él permanecía impasible ante la pantalla. Su pelo negro era una mata informe y despeinada, llena de tirabuzones, y vestía un pantalón corto pegado a las piernas, junto con una camiseta azul.

Braulio le tendió el dinero prometido, y el soplón se lo guardó de inmediato en el bolsillo del pantalón. Comenzaron a reírse mientras bebían, hasta que el Policía Armada preguntó:

- ¿Está por ahí la Pepita?

Lorenzo tomó un trago, y volvió a llenarse el vaso de espumosa cerveza. Mientras le prendía fuego a un cigarrillo, respondió:

- Sí, eso creo. Debe andar por "la calleja".

- ¡Pues llámala, tráela para acá, ¿a qué esperas?! - Demandó mi compañero. Entonces, el gitano miró al chavalín:

- ¡Chico, vete a buscar a la Pepita! - Éste no parecía muy dispuesto a dejar de ver la tele, así que, mientras le arrojaba uno de sus zapatos, Lorenzo insistió - ¡Bertín! ¡Vamos, date prisa!

Bertín echó a correr, tras apagar la tele, y salió a toda velocidad. No tardó mucho en reaparecer por la puerta de la mano de una mujerona teñida en rubio, que llevaba un vestido largo oscuro con cantosas flores en rosa. Sin mediar palabra, la recién llegada se fue hacia Braulio, y sonrió con demasiada familiaridad, acariciándole exageradamente por la cara:

- ¡Vaya, Braulio! ¡Menos mal que te dejas caer por aquí!

- ¡Anda, ponte a la tarea! - Pidió el policía, entusiasmado ante los contoneos de la gitanona. Ella se tomó un lingotazo de la botella de Ámbar, a la que ya le quedaba poco por acabarse, y se relamió los labios. Se dio la vuelta, poniéndose de cara a Braulio y dándole la espalda a Lorenzo el cual aprovechó y, estirando su brazo y llevando su cuerpo hacia adelante, le dio unas palmaditas en el trasero. La gitanona se echó a reír, fingiendo asustarse, mientras se dejaba meter mano entre las piernas por el soplón.

Entonces ella se abrió el escote, bajándoselo, hizo aflorar por él dos alargadas domingas, y a continuación se agachó, poniéndose de rodillas y metiendo su cabeza entre las piernas del policía, mientras el otro tipo esperaba ávido su turno. De inmediato se escuchó el sonido de una cremallera abriéndose en la bragueta de Braulio, y la gitana comenzó a hacer movimientos de vaivén con su cabeza, mezclados con inconfundibles sonidos de succión. El chiquillo, con los ojos abiertos como platos, miraba embelesado aquel par de portentosas sandías meneándose en el aire. Braulio enseguida se apropió de una de ellas, y comenzó a estirarla y apretujarla como si la ordeñara. La gitana no protestó, siguió a lo suyo como si tal cosa, era evidente que ya tenía bastantes tablas en aquellas tareas.

Miré a Bertín y le zarandeé:

- Vamos, niño, salgamos de aquí. - Le dije, tocándole por el hombro. El pequeñajo protestó:

- ¡No! ¡Quiero mirar!

Braulio se echó a reír:

- ¡Déjalo que mire y aprenda!

- ¡Esas guarradas no necesita aprenderlas! - Exclamé.

- ¡Déjame mirar, payo! - Insistió el pequeñajo con descaro. Me hice valer como Policía Armada:

- ¡Tú no quieres mirar esas cosas! ¡No seas cochino! - Le dije con firmeza, cogiéndolo enérgicamente por el brazo y sacándolo a rastras de allí. Luego, lo llevé hasta el portal:

- ¡Anda, ve a jugar a la pelota!

No me apetecía regresar a la vivienda de Lorenzo y contemplar aquella escena, de manera que subí por otro lado de los laberínticos corredores. Mientras superaba un intrincado tramo de escaleras, me encontré con un pequeño patio de luces, metido medio a escondidas entre dos húmedas casuchas de varios pisos, llenas de cordones de ropa por sus ventanas y balcones que, en algunas, colgaban de tramo a tramo de un edificio a otro. Sentados sobre el bordillo del patio, se encontraban un par de criajos adolescentes poniéndose las botas. No debían tener más de trece años, pero estaban bien enredados el uno con el otro. El chiquillo le toqueteaba de todo bajo la falda de una niña preadolescente que, supongo, estaba ya tan excitada que se dejaba hacer. En ocasiones trataba de que su chavalete no se sobrepasase, pero éste iba tan embalado que se ponía de muy mal humor si ella le impedía continuar. Me acerqué a ellos con gesto serio, y pude discernir su cara de asombro al verme el uniforme. Ella empezó a taparse aceleradamente, también como él, aunque lo del chiquillo era más complicado de disimular por el notorio bulto que se le había formado en la entrepierna:

- ¡A ver, gandules! - Exclamé, amenazadoramente -. ¿Qué es lo que estáis haciendo?

Se largaron por patas. Los dejé ir, mientras pensaba que era lógico ver a gitanas por entre aquellos soportales bien jovencitas, y ya arrastrando tras de sí unos cuantos bebés llorones. No sabía lo que le esperaba a aquella chavalilla, y no pude evitar sentir una cierta lástima por ella.

Caminé hacia donde habían huido, para cerciorarme de que no estuvieran sobándose otra vez tras algunas de aquellas sombrías esquinas, cuando escuché un sonido de agua al caer. Subí un tramo de estrecha escalera de avejentado cemento, y vi una puerta entreabierta por la que provenía el ruido. La abrí un poco más para espiar, y me quedé petrificado ante el maravilloso espectáculo que procedía del interior de la habitación: una guapa y jovencita gitana, de melena negra y larga, se encontraba arrodillada sobre el suelo de madera, lavándose el pelo en un barreño, con medio cuerpo de la cintura para arriba al descubierto, y un sujetador blanco de Maidenform sobre una silla. Un par de guapísimas mamas le colgaban de forma excitante, meneándosele a un lado y al otro, cargaditas de rico manjar.

Pero entonces ella, al darse cuenta de mi presencia, asustada, se cubrió con ambas manos las ubres, poniéndoselas encima de sus preciosas voluptuosidades femeninas para tapárselas y ocultarlas a mi vista. Me giré sin más, y salí de allí. Por el camino de vuelta me encontré de nuevo a Bertín, el chiquillo que veía la tele a un palmo de la pantalla. Le cogí "al vuelo":

- ¿A dónde vas, "espabilado"?

Dudó:

- A... A por una cosa.

- Ya te daré yo a ti "una cosa". - Le cogí por el brazo y le arrastré conmigo hasta el Simca 1000 -. Anda, ven aquí.

Allí le mantuve, hasta que volvió a aparecer Braulio por la escalinata. Puede que otro día le dejaran ver algún depravado espectáculo para adultos, pero desde luego no sería mientras yo estuviera por allí.


FIN

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| abiallemetayer |

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