Once mil ciento veinte y cuatro, AC
© Nelbu
Portada: Reflejo Creative
Son más de veinte años los que llevo aquí. Día tras día la misma rutina, las mismas tareas realizadas en el mismo orden y de la misma forma. Aquí no hay noche ni día, me levanto cuando suena la alarma del reloj: son las ocho y media de la mañana. Y me acuesto cuando suena la otra alarma: las diez y media de la noche. Me pongo en pie y hago la tabla de ejercicios que tengo pegada a la pared de plástico, ya amarillenta, pero no necesito ni mirarla. Sé todos sus ejercicios de memoria, y los hago de manera casi robótica. Brazos, espalda, piernas, cuello... una serie de abdominales y luego ducharme con unos pocos litros de agua, contados y muy bien administrados. Aquí el agua es muy valiosa. A continuación reviso los niveles de energía, hago los chequeos diarios de los sistemas informáticos, bastante sencillos, y procuro no encender demasiado la iluminación para no saturar la vida de las baterías. La justa para poder leer algún libro en el lector digital de la cápsula. En esos momentos aprovecho para acercar mi reloj de Casio a la lámpara, y que sus células solares alimenten a su acumulador. Es lo único que me he traído de la Tierra. Cuando partimos solo podíamos elegir equipaje personal por no más de 250 gramos y, por supuesto, nada que emitiera radiación. Descartados teléfonos móviles u ordenadores personales, cuadernos o libros (pesan demasiado), yo me incliné por solo tres cosas: una tarjeta de memoria con libros, fotos y recuerdos, un póster de la catedral de Chartres, y mi fiel reloj Casio WVA-400.
El póster de la catedral de Chartres me aporta la luz y la inspiración que en este pequeño cubículo sabía no encontraría. Fue un consejo de mi padre, y que le agradezco cada mañana, cuando abro los ojos y lo miro, cada vez más. Al principio no creía que fuera algo tan importante: el espectáculo de ver girar y pasar a la Tierra una y otra y otra vez me parecía demasiado sorprendente como para que nada me entretuviera ni captara mejor mi atención. Pero luego de cinco, ocho, diez años aquí mirando siempre el mismo planeta girando suspendido sobre el fondo negro uno puede acabar loco.
Aquí todo se recicla: la comida, la bebida, los desechos, el agua... La luz proviene de los paneles solares con los que está cubierto el exterior de la cápsula, los cuales captan la luz solar y la transportan hacia unos capacitadores especiales, sin lugar a dudas una de las partes más caras de la cápsula. Solo un minúsculo ojo de buey permite ver algo del exterior. Los diseñadores no debieron tener muy en cuenta el entretenimiento ni el deleite del usuario cuando la crearon, y probablemente estaban centrados únicamente en la supervivencia. Dentro de la cápsula, de paredes grises, apenas hay espacio para un ser humano de pie, en mitad de un cubículo también redondo, en donde hay que compartir el sitio con una camilla desplegable, un taburete, y una pequeña tabla que hace de minúscula mesa. El valioso espacio está aprovechado al máximo, y parte de las paredes se usan para enclaustrar los ordenadores: dos me emergencia, y dos operativos. Por el momento -por fortuna- a mí no me ha fallado ninguno. Porque sin ellos esto sería un infierno, y acabaría cayendo a Tierra sin control.
En un lateral, en la parte más elevada, se encuentra un tirador rojo. Posee un asa decorada con dos franjas de color amarillo y negro. Es el sistema de descompensación. Tirando de él fuertemente, la cápsula cae a tierra. Pero mejor no hacerlo. Porque la Tierra lleva años siendo inhabitable. Las cápsulas se crearon como último recurso para salvar a la humanidad: independientes, individuales, y relativamente baratas. Mucho más baratas que un enorme transporte, y sin peligros de convivencia. Alguien en las altas esferas supuso que fabricar una nave de salvamento con espacio suficiente para millones de humanos crearía tal caos que por algún lado acabarían autodestruyéndose sus navegantes. Y así no se salvaría a nadie. Sin embargo cápsulas individuales... Bueno, había que luchar contra nuestros propios miedos, pero parecía ser una solución mejor a largo plazo. Y en último término podrían tener fallos mecánicos o tecnológicos alguna de ellas, pero era improbable que los tuvieran todas. Sin embargo con un único transporte un fallo simple podría ser definitivo.
Las cápsulas eran baratas, pero no estaban al alcance de todos. Mis padres ahorraron durante más de dos años, y en Navidad, cuando cumplí los catorce años, ese fue su regalo de reyes para mí. Ellos no pudieron salvarse. Al principio no me parecía tan dramático, tal vez lo veía todo desde un punto de vista infantil, como una aventura o un viaje de verano. Pero ahora cada vez que pienso en ello me echo a llorar.
Las cápsulas no tienen un sistema de propulsión propio, pero sí es necesario hacer correcciones, y pedirle al ordenador que las haga, de forma corriente cada tres o cuatro meses. De lo contrario por la propia atracción gravitatoria se acabaría cayendo uno al planeta. Y eso se hace a través de dos pequeños motores situados en la parte baja lateral, los cuales logran un mínimo impulso, de apenas un par de minutos, pero de sobra en el vacío espacial donde nada hay que te retenga. Hay millones de cápsulas alrededor del Globo, aunque también es cierto que al principio se perdieron muchas. La gente se suicidaba, o moría sin poder aguantar la claustrofobia, sin poder enfrentarse a sus miedos, sin poder digerir la soledad. Atormentada por sus recuerdos, muchos tiraban de la palanca para acabar de una vez con su sufrimiento, quemándose en la reentrada al no tener el ordenador configurado (ni preparada) una ventana de entrada a la atmósfera adecuada. Otros eran más extremistas: abrían la puerta y el vacío del espacio se encargaba de todo lo demás.
También se destruyeron algunas cápsulas por choques accidentales unas contra otras. Como en una grotesca y gigantesca carambola de billar, acababan destrozadas o seriamente dañadas. Yo tuve dos incidentes de ese tipo. Uno de ellos fue al poco de estar en la cápsula. Creía que acabaría cayendo, y soñaba cada noche crueles pesadillas en las que me lanzaba por un precipicio. Y el otro incidente de ese tipo acabaría marcando mi vida para siempre, y dándome una razón, aunque fuera mínima, para sobrevivir y seguir afrontando mi día a día con una cierta esperanza.
El primero ocurrió a los pocos meses de estar en órbita. Estaba tumbado, contemplando el pausado paso del tiempo en el segundero de mi reloj, cuando un estruendo enorme pasó arañando la parte superior de mi habitáculo. Me eché a temblar, presa del pánico corrí a la pequeña ventanilla, temiendo que mi cápsula se partiese por el medio. Vi entonces la mitad de uno de mis paneles solares levitando en el espacio, y a un tipo de barba en la otra nave. Sólo se veía un trozo de su cara, pero era evidente que estaba muy iracundo conmigo, y me hacía gestos obscenos levantando un dedo. Como si la culpa fuera mía. La otra cápsula se fue alejando, hasta perderse entre las miles más que viajaban suspendidas a nuestro alrededor. Me dirigí hacia el pequeño panel de control, y vi que la aguja de almacenamiento energético había descendido. Tras un test, comprobé que las células habían bajado su capacidad de recogida de luz en un seis por ciento. No era alarmante, pero me hizo ver de inmediato lo relativamente frágil que parecía ser la máquina donde yo estaba.
La segunda vez ocurrió algunos años después. En este caso el choque no fue tan brusco, apenas un roce, pero suficiente para despertarme en mitad de mi sueño nocturno. Me acerqué al ojo de buey y la vi. Era una chica rubia, a escasos milímetros de mi cristal, en otra cápsula. Nos quedamos mirando hasta vernos alejarnos poco a poco, suavemente, el uno del otro. Y su rostro se quedaría para siempre en mi memoria, así como el identificador que, en grandes números y letras azules, estaba pintado en el exterior de su nave: 11124AC. Almacené de inmediato la fecha con la función Timestamp de mi Casio. Aquella fecha nunca la olvidaría, y en mis noches de soledad eternas me quedaba mirando la pantalla del reloj visualizando aquella ensoñadora fecha. Aquel momento. Como intentando retenerlo. Puede parecer poco, pero para mí era suficiente. Era una mínima posibilidad, una ilusión, una razón. Un motivo para soñar. Soñar con ella.
Según los expertos, entre tanta cápsula en órbita era muy difícil que un encuentro entre dos se repitiera. Creía haber oído que habían dicho que la posibilidad era una entre más de un millón. Imposible. Aunque rotáramos sobre Tierra varias veces al día, el volumen de cápsulas era tan elevado que volver a encontrarnos era casi utópico. Pero yo esperaba de nuevo ese encuentro.
El tiempo pasaba, y los años se iban sucediendo uno tras otro. En diciembre ver aquellas cápsulas blancas desplazándose en silencio a mi alrededor me parecía como si fueran bolas de adorno de un árbol de Navidad. Recordaba esas fechas con mis padres, y recordaba que mi padre siempre me decía una y otra vez que tuviera cuidado con los adornos, algunas de las bolas del árbol eran de porcelana, fina y artísticamente decoradas, de un gran valor, y si se caían se podían partir en mil pedazos. Una de ellas me gustaba especialmente, y captaba mi atención. Tenía una decoración navideña, con un paisaje nevado y copos blancos sobre un cielo violáceo que caían rodeando a un muñeco de nieve cuyos brazos eran un par de palos, y tenía una bufanda roja alrededor del cuello. En una ocasión, de pequeño, la cogí, y se fue al suelo. Creía que mi padre se iba a enfadar, pero nos pasamos la tarde intentando rehacerla, pegando sus trozos con pegamento. No quedó muy bien, y tenía algún agujero debido a que le faltaba algún pequeño trozo, pero mi padre entendió que me encantaba, y se esforzó por recuperarla.
Todos esos recuerdos se agolpaban en mi mente en esas fechas, mientras veía por la pequeña ventanilla circular, con cristal reforzado, los rostros lejanos de otras personas anónimas en otras cápsulas. Las mismas miradas de soledad, el mismo semblante vacío y triste. Algunos intentaban animarse deseándose felices fiestas con gestos, como podían, pero la mayoría, anónimos entre unos y otros y sabiendo que jamás volverían a verse, se ignoraban.
No se si había algún error en el sistema de reciclaje de la cápsula, pero lo cierto es que pocos meses después enfermé, y aparte de líquidos, para preservar el buen funcionamiento e intentar estabilizarlo, intenté comer lo menos posible. Lo pasé realmente mal, y llegué a creer que no lo superaría, pero tras unos meses difíciles todo pareció volver a la normalidad. No, no todo. Durante todo aquel tiempo en el que estuve postrado me preguntaba muchas cosas. ¿Habría pasado ya el colapso nuclear? ¿La Tierra sería ya habitable? ¿Cómo saberlo? ¿Y si nunca podríamos regresar? ¿Nos tendríamos que morir allí los millones de personas que vagábamos sin rumbo por las órbitas del planeta? Miré mucho tiempo la fecha grabada en mi Casio. Mucho tiempo. Muchos meses, muchos días, muchas horas, preguntándome si merecía la pena seguir viviendo así. ¿Qué diferencia había entre todo aquello y una prisión? Más de una vez corrí desesperado, con lágrimas en los ojos y respirando jadeantemente, hacia el tirador para acabar con todo. Volver al planeta como fuera, cuando fuera, o quemarme en su atmósfera. Me daba igual. Pero veía el póster de la catedral francesa y volvía a sentir aquélla paz que mis padres me habían transmitido el último día, las últimas horas. A mi madre, abrazándome con las lágrimas deslizándose por sus mejillas, a mi padre dándome consejos alborotadamente... Ellos no podían salvarse, no solo porque no teníamos dinero para adquirir otras cápsulas, sino que por ley desde determinadas edades no les daban permiso para adquirir cápsulas. Las fábricas estaban trabajando a marchas forzadas, y no podían suplir toda la demanda, por lo que de alguna forma había que restringir a las personas que accedieran a ellas. En cualquier caso no me fue difícil entender, tiempo después, que ellos no habrían elegido esa vía de escape. Jamás se habrían separado. Para ellos eso era peor que la muerte, y seguro que habrían muerto abrazados, repitiéndose su amor, temblando, llorando... pero juntos.
Yo seguía mirando la pantalla de mi reloj, y seguía haciendo cálculos. Dependiendo del tipo de desplazamiento, órbita, velocidad, rotación... podía calcular aproximadamente cuándo podríamos reencontrarnos. Cálculos que había hecho utilizando la parte de atrás del póster de la catedral que presidía el interior de mi cubículo, y como tinta la pasta de dientes que la cápsula también producía y reciclaba, y que tenía un color azul pálido. Suficiente para verlo al contraste del papel blanco. Calculé determinadas fechas, determinadas horas, e iba programando sus alarmas en el reloj. Cuando llegaba el momento, me sentaba en el taburete a esperar. Así un año tras otro, hasta llegando a dudar de que si mis cálculos aproximados y en cierta forma desesperados poseían algún tipo de sentido y veracidad. Si realmente podría acertar con ellos. Y aunque lo hiciera, las cápsulas del exterior eran tantas... ¿cómo dar con ella, con la persona que me interesaba? A veces me llevaba grandes sustos con números que empezaban con 11, o que terminaban con "AC", pero luego veía el código completo y no era el que buscaba. Ninguno era 11124AC.
Hasta que un día la alarma del WVA-400 sonó. Corrí a la ventana. Miré la hora del reloj: 16:42. Miré al exterior, intentando escrutar el mayor espacio posible. "111"... Me dio un vuelco el corazón. Pero había tantos "11..." y algo... Me había ocurrido tantas veces ya... 1112... 4... AC.... ¡Era ella! ¡Una segunda posibilidad! Golpeé inútilmente el ojo de buey, sabiendo que no me oiría. Pero entonces pude verla, también, allí, en su ventana. Miró hacia mí, ¡había pasado tanto tiempo! ¿Me reconocería? O mejor dicho, ¿se acordaría del identificador de mi cápsula? Su sonrisa me dijo que sí. Y nos quedamos a varios metros de distancia, flotando, suspendidos, mirándonos. No estaba dispuesto a dejar pasar otra media vida para volver a verla. Así que tomé una decisión radical, y extendí mi brazo hacia el tirador rojo. Tiré hacia abajo, y la palanca se movió sin oponer resistencia. Y caí velozmente. Vi cómo me alejaba de ella... hasta que de improviso comenzó a acercarse... ¡ella descendía conmigo! ¿Qué sentido tenía salvarse, qué sentido tenían las cápsulas, y qué sentido tenía permanecer solo en el espacio, sin compartirlo con nadie, sin hacer algo por mejorar la vida de los demás? ¿Sin libertad para ver la tierra, el mar, o disfrutar del viento en tu cara? Era evidente que ella había llegado a mi misma conclusión. La señal horaria de mi Casio crepitó por última vez. El único sonido que me había hecho compañía en veinte años. Sonreí. Porque al fin era un poco feliz. Ella acercó la mano a su cristal, y yo al mío. Me arrojó un beso. Nos despedimos mientras el fuego iba calcinando la parte inferior de nuestras cápsulas. ¿Qué mejor forma habría de morir, que junto al ser que se ama?
FIN
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Es un relato que me encantó desde la primera vez que lo leí.
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