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La hada de los relojes

Libro Bolsillo



La hada de los relojes (saga "El mercader de hadas")
© Neris Jalka


LA HADA DE LOS RELOJES


Me despertó de mi sueño un timbrazo impresionantemente molesto. No había conseguido dormir adecuadamente y ahora precisamente, que había podido por fin adentrarme en un profundo sueño, me molestaban.

De inmediato lancé una mirada al reloj-despertador de la mesilla, sus manecillas marcaban las doce y media de la noche... Fruncí el ceño, ¿las once y media? ¡Imposible! Si había ya amanecido, si el sol con su luz se colaba por la habitación desde la ventana, con la persiana a medio bajar... ¡Si yo me había acostado cerca de la una de la madrugada!

Meneé el reloj y lo dejé de nuevo donde estaba, con rabia. ¡Se había parado! ¡No me lo podía creer!




Salí de la cama malhumorado. Al poco y mal sueño se unía ahora el insistente timbre de la puerta, y el reloj parado. Tanteé sobre la pared, alcé la persiana, y me dirigí a la cómoda. Abrí un cajón y saqué de él mi reloj de diario.

Ya estaba colocándomelo sobre la muñeca, apenas sin mirar, cuando me percaté entonces de algo raro en su esfera: la minúscula aguja segundera no se estaba moviendo. En efecto, se encontraba paralizada, y la hora se había detenido también en el mismo instante: ¡a las doce y media! ¿Qué estaba ocurriendo allí?

No tenía tiempo para pensar demasiado. Me puse lo primero que encontré encima, y abrí la puerta. Dos señores con semblante serio y bigote muy poblado y grisáceo me saludaron alzando sus sombreros, diciéndome:

- Perdone que le importunemos, caballero -comenzaron a decir -. Nos han mandado que le entreguemos urgentemente esta notificación.

Era una hoja doblada con elegancia, y con el membrete de la Confederación de Profesionales de las Hadas. Me citaban en sus oficinas "a la mayor brevedad posible". Suspiré. Mientras me vestía decentemente, pensaba a qué se debería semejante urgencia. Me puse la bandolera de cuero al hombro, cogí mi bicicleta de paseo, y salí hacia el edificio de la Confederación. Mientras avanzaba por el adoquinado suelo captaron mi atención varias escenas extrañas y singulares. Ante la estación de autobuses, una masa de viajeros se acumulaba haciendo aspavientos y protestando molesta. Alguien salía de allí cargando con sus maletas y mascullando quejas sobre que aquello no podía permitirse. Por lo que pude escuchar, los autobuses estaban sufriendo retrasos y sus horarios iban como locos. Alguien había hecho un auténtico galimatías con los relojes de las estaciones, y muchos de los conductores ni siquiera habían hecho acto de presencia aún.

Pero no sólo los relojes de las estaciones habían detenido sus agujas, también el reloj, situado en la torre de la plaza del ayuntamiento, se encontraba inmovilizado a las doce y media, y varios grupos de vecinos y vecinas curiosos comentaban el extraño suceso. Otro tanto ocurría a las puertas de la iglesia, donde los feligreses se habían agolpado, en la escalinata, para oír la misa matinal y las puertas todavía no se habían abierto, porque el sacristán se había retrasado debido a que su reloj se había detenido.

Todo parecía patas arriba. El mercado esperaba todavía las mercancías, los niños jugueteaban felices a las puertas de los colegios, viendo que todavía no había tocado la sirena para entrar a clases y que muchos de los profesores no habían acudido; las tiendas estaban sin abrir, las calles llenas de papeles y basura diversa porque los barrenderos no habían salido durante la jornada anterior... Todos los relojes se habían quedado parados a las doce y media y todos, sin excepción, se volvían a detener cuando se les intentaba volver a dar cuerda.

En el edificio de la Confederación el ajetreo también era mayúsculo, mucho más apabullante del habitual. Los trabajadores iban y venían correteando por los pasillos, las secretarias cargadas de voluminosos fajos de papeles, los conserjes haciendo tintinear sus manojos de llaves a diestro y siniestro, y los clientes agolpándose en filas ante las ventanillas. Me dirigí al despacho de dirección, pero antes de ello una voz me detuvo:

- ¡Zeril, por aquí!

Me giré para ver que quien me acababa de llamar era Noraldo, el subinspector de investigaciones.

- ¿Qué ocurre? - Le pregunté, mientras me hacía seguirle en dirección a su despacho -. ¡Está todo el mundo perdido!

Mientras cerraba la puerta y se iba hacia su escritorio, me respondió:

- ¡La hada de los relojes ha desaparecido, Zeril! ¡Y no tenemos ni idea de dónde puede estar!

Vaya, de manera que era eso. Me senté en una de las sillas, de tapizado verde, frente al subinspector. La hada de los relojes eran de ese tipo de hadas que nadie nota su presencia, pero que todos echan de menos cuando faltan. Ahora entendía por qué me habían llamado: yo era un localizador de hadas, de manera que seguramente me encargarían dar con ella. Aunque la cosa era tan grave, que yo solo no era suficiente. Por eso Noraldo me aclaró:

- Hemos avisado a todos los localizadores y buscadores de hadas disponibles, están todos ahora tratando de dar con ella.

- Y obviamente, quiere que yo haga lo mismo...

El subinspector esbozó una sonrisa, como haciéndome ver que no iba a ser su respuesta del tipo que yo me esperaba. Sacó de un enorme mueble parecido a un armario un grueso y polvoriento volumen, lo colocó sobre la mesa, y volviendo a sentarse sopló para quitarle el polvo de su cubierta. Giré mi cabeza a un lado para esquivar la nube de polvo, y tras buscar por las páginas localizó una de ellas y, girando el libro hacia mí, señaló un texto con su huesudo dedo:

- Hada buscahadas. Hace tiempo que no vemos una. Dicen que existen, o que existieron, pero quién sabe, ¿verdad?

Me encogí de hombros, y le miré con cierto aire de extrañeza. ¿A dónde quería llegar el subinspector? Volvió a cerrar el libro, y mientras lo hacía regresar a su sitio, con una sonrisa dibujada en su rostro dijo:

- ¿Hace cuánto que eres localizador, Zeril? ¿Cuatro..., cinco meses, tal vez? Y desde entonces tu carrera ha sido meteórica, tanto que algunos dicen que si sigues así, en muy poco tiempo te convertirás en jefe de localizadores... ¡Casi nada! ¿Y sabes por qué?

No sabía a dónde quería llegar.

- ¿Por qué? - Pregunté.

Noraldo se levantó, y colocando sus manos a su espalda en actitud castrense, señoral, me respondió:

- ¡No juegues conmigo ni me tomes por tonto, vamos, muchacho! Son muchos años los que he estado entre estos muros. Así que ahora -me señaló con firmeza con su dedo- coge tu hada buscadora, y tráeme de vuelta a la hada de los relojes.

Se hizo un tenso silencio. Un silencio que me costó romper, pero finalmente pregunté:

- ¿Y si ella no quiere volver? - Quise saber yo.

- Llévale ésto -me dijo, poniendo ante mí un papel doblado dentro de una carta con el membrete de la Confederación.

Salí del despacho del subinspector, y me faltó tiempo, mientras caminaba por los amplios pasillos con baldosas de mármol, de abrir la carta, sacar el folio y leer:

"Queridísima Jarina, hada de los relojes. Le informo por la presente que la Confederación de Profesionales de las Hadas ha acordado acceder a sus peticiones y permitirá que se le dé licencia a su estimado Iván, para que puedan convivir juntos con total libertad y tranquilidad. Tiene la licencia a su disposición en la recepción de nuestra sede, puede pasar a recogerla cuando guste. Por favor, regrese".

Sonreí, doblé la carta, la metí en el sobre de nuevo, la guardé en el bolsillo de mi cazadora, y mientras atravesaba la puerta hacia la calle abrí la bandolera. Una cabecita de llamativa y sedosa melena color lima, agitando sus alitas verde metalizadas, me preguntó:

- ¿Qué sucede?

- Tenemos trabajo, preciosa.

Y subiéndome a la bicicleta, seguí una estela de verdosas y refulgentes estrellitas hasta el campanario. Allí, en un oscuro y polvoriento rinconcito, con ojos enrojecidos de haber llorado bastante rato, se encontraba. La hada de los relojes. Le entregué la carta y salió corriendo veloz por la ventana en busca de su amado.

FIN




| NerisJalka |

1 comentario:

  1. Me gustó la lectura, como se hilvanan los papelitos, de la primera notificación, a la última propuesta.

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