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Los últimos de la clase



Los últimos de la clase
© A. Bial Le Métayer


LOS ÚLTIMOS DE LA CLASE

Éramos los últimos de la clase, esos chavales a los que los profesores les ponían un cero en sus notas y se echaban a reír, porque les daba lo mismo y a sus padres también les daba absolutamente igual. Así que no estábamos en ese lugar precisamente por nuestra inteligencia, sino más bien por meternos siempre en medio de los líos y aparecer en las listas negras de los profesores (que también las había, y nos tenían tomadas las medidas).

Por eso, en cuanto el sabihondo de turno llegaba con un nuevo reloj, allá que nos íbamos a curiosear en torno a él. "Déjanoslo ver un momento", "¿qué hace?", "¿tiene cuenta atrás?", "déjame probarlo....". Vanos intentos que hacía el listillo por tratar de esquivarnos, puesto que siempre se lo acabábamos arrebatando de las manos entre sus negativas, primero trataba de resistirse pero al final cedía y fingía habérnoslo dejado él (éramos tontos, pero no tanto), y nos decía aquello de: "vale, os lo dejo, pero solo un rato, ¿eh?", y continuaba con una serie interminable de excusas: "que no es mío", "que me lo han prestado", "que mi padre va a preguntarme por él"... O sea, el muy capullo reconocía que tenía padre. Eso sí era jeta, y nos ponía más furiosos aún.


... Y el periplo del reloj
El reloj acababa pasando de mano en mano. El cabecilla solía ser el primero en tenerlo en su muñeca y admirarlo, apretujándole los botones como si no hubiera un mañana, tratando de entender aquella para él ininteligible sucesión de pantallas. Cuando su limitado y atrofiado cerebro comenzaba a sospechar que aquello era más difícil que atender al profesor en clase de matemáticas, se lo pasaba "al segundo de a bordo", que este, con menos luces todavía (es más tonto el tonto que sigue al tonto), enseguida cedía a la presión del resto de gamberretes de la cuadrilla.

A media mañana el reloj había superado la clase y ya había estado usado, exprimido, arañado, manoseado y hasta escupido y sobado por medio centro escolar. Al menos por las clases de similar edad, cuyos gamberretes acababan formando entre sí una especie de consorcio o sindicato de los más problemáticos y liantes.

A la hora del recreo, pues, podías contemplar al desafortunado sabelotodo andar de grupo en grupo de chavales, preguntando desaforadamente y con lágrimas en los ojos, por su reloj. Interrumpía los partidillos de fútbol, se iba hacia los grupitos de niñas (que eran las únicas que, más bien por lástima, le respetaban un poco), e incluso se atrevía a hacer lo que jamás solía realizar: meterse entre las esquinas más oscuras y los recovecos más ocultos del colegio - aquellas zonas prohibidas donde los profesores decían "no pasar" - para preguntar a los grupos de esquiroles, maleantes y mayorones que fumaban petas a escondidas y veían revistas guarras, para conocer el paradero de su reloj.

La mayoría de esos pre-adolescentes problemáticos, con una familia deshecha y que incluso algunos de ellos ya habían tenido sus primeros escarceos con la policía, se tenían la historia bien aprendida y su primera declaración siempre era: "¿Qué reloj? Yo no he visto nada". Negarlo todo. Si no tenían pruebas, nadie podría acusarte. E insistían en su inocencia aunque el gilipuertas que tuviesen al lado liándose el canuto o tratando de encender aquellos intratables y condenados encendedores de a duro llevase precisamente el reloj en su muñeca.

Pero sin embargo esta vez no hubo suerte y, si alguno de aquellos mangantes aún conservaba el reloj, lo había ocultado muy bien bajo la manga de su cazadora vaquera.

Mientras continuaba su trasiego en busca del reloj, cuyas probabilidades de verlo de nuevo se iban esfumando cada vez más, el sabihondo seguía dándole vueltas a su privilegiado cerebro, preguntándose por qué no lo habría mantenido oculto de una mejor y más eficiente manera. Sin embargo en lo más profundo de su interior sabía bien cierto que era algo casi imposible: los gamberros y liantes podían ser unos negados para la aritmética, pero oye, quién sabe por qué, tenían un sexto sentido refinadamente desarrollado para detectar cualquier novedad de ese tipo en su entorno. Quizá algún gesto de más a su muñeca, alguna sonrisa al mirar las entretenidas y variopintas sucesiones de funciones del reloj, o el detenerse unos segundos más de lo habitual a ver la hora... Todo ello aquellos mangantes, que no tenían otra cosa más en que pensar durante las largas horas de sus aburridas y soporíferas clases, lo captaban de inmediato.

Solo quedaba acudir, pues, a Dirección. Que una vez más - de entre cientos de ellas - los enviasen a Secretaría, les cantaran las cuarenta, y les preguntaran por el reloj del muchacho. Claro que, una vez más también, ellos lo negarían todo, e incluso si se terciaba negarían conocer al sabelotodo, hasta podrían llegar a decir que dudasen que estuviesen en la misma clase. Que jamás le habían visto.

Y tampoco había que ignorar el hecho de que eso también tenía su inconveniente: supondría acudir a los profesores, esos que le tenían en tanta estima cuando era el primero en levantar la mano emocionado, cuando "la seño" preguntaba algunos detalles de la lección, pero que le mirarían de forma totalmente distinta cuando fuese a quejarse a ellos, como diciéndose: "¿este pringao es tan listo, y no sabe defenderse solo? ¡Qué niñato, no sabes la de palos que te vas a llevar en la vida, criajo malcriado!". Y lo pensarían más que nada porque ellos eran los primeros en no apetecerles lo más mínimo mezclarse con "la chusma" de los gamberros, sus problemas sociales y de todo tipo que abrumarían al más pintado, y sus chanchullos. El sabelotodo lo ignoraba - o más bien quería ignorarlo -, pero los profesores estaban, muchas veces, más indefensos o asustados que él mismo ante aquella panda de descerebrados que tenían que soportar porque les iba en el sueldo, y porque las leyes así los obligaban. Pero no por otra cosa. Aunque él siguiese pensando que sus profes eran Supermanes que tenían conocimiento de la más excelsa verdad verdadera, cuando en realidad muchos no eran más que unos patanes apoltronados esperando ansiosamente la jubilación para quitarse de en medio a tanto mocoso.

Y en fin, en esas estaba, entre entrar en la sala de profesores y comenzar a largar - aunque una vez más le llamasen chivato y a la salida le dieran una buena tunda -, o volver a su casa con la cabeza agachada y llorando, para refugiarse en los brazos de su mami de nuevo, diciendo con las lágrimas saltando que le habían quitado el reloj mientras su padre giraba la cabeza para otro lado como diciéndose: "este hijo no es mío".

Pero entonces vio un brillo entre la tierra polvorienta y seca de los alrededores del campo de fútbol, y reconoció enseguida aquella cosa negra y retorcida. Con las manos temblorosas pero muy emocionado, se agachó a recogerlo. En efecto, allí estaba su reloj de Casio, tan limpio y nuevecito aquella mañana, tan brillante y reluciente, ahora convertido en un amasijo de rayones, pisadas, con el cronógrafo medio loco y uno de los pasadores mirando a Roma. Lo limpió lo mejor que pudo, y lo guardó en su bolsillo. En aquel momento comenzó a sonar la sirena para volver a las aulas, y cuando subía por las escaleras hasta su clase, uno de los gamberretes que - como siempre - reforzaba su autoridad amparándose en su grupito de liantes, le preguntó:

- ¡Eh, listillo! ¿Encontraste tu reloj?

Si le respondía que sí, se lo volverían a quitar. Si le decía que no, se sentiría victorioso y le animaría a que, el próximo día, tal vez aquella misma tarde, le robasen otra cosa al ver que sus actos no tenían consecuencia alguna. Tampoco podía decirle "tengo más", eso sería terrorífico, le llamarían presumido y le pedirían uno nuevo para cada uno de ellos. Solo había una respuesta posible:

- ¡Qué gracioso eres!

Y continuó caminando. El aprendiz de matón se echó a reír, mientras su cerebro trataba de averiguar si aquello era un sí o un no.

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| abiallemetayer |

1 comentario:

  1. Genial la mezcla de matones escolares con relojes. El reflejo de una época.
    Ahora debe ser muy parecido pero con smartphones.

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