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Dos coches de rally



Dos coches de rally (saga "Curvas y aceite")
© A. Bial Le Métayer



DOS COCHES DE RALLY


En cuanto Erika los vio aparecer, intuyó que habría problemas. Llamadlo instinto de mujer o como queráis. Eran tres tipos que llegaron en un BMW M3 azul oscuro, y lo dejaron en la explanada de entrada al taller.

No penséis que tenían aspecto de drogatas, de "quinquis" o de delincuentes, ni mucho menos. De hecho, y aunque no fuesen de esmoquin, vestían elegantemente. Fue su actitud, más bien, la que encendió todas las alarmas en la mecánica. Caminaban como si el mundo les perteneciera, y conversaban entre ellos bromeando como si fueran una pandilla de gamberretes. Aunque todos deberían rondar los treinta ya.

Uno llevaba una especie de minúsculo moño ridículo en la parte alta de la coronilla, ese "pegote" de pelo retorcido como una bola, que se había hecho tan popular entre los futbolistas y que, como ocurriera en los noventa con las perillas, o en los dos mil con los cortes al rape, muchos hombres habían imitado. Y es que no había cosa mejor para popularizar algo entre los hombres, por muy absurdo y vulgar que fuese, que hacer que lo luciese un futbolista, sean tatuajes, complementos como relojes o, como en este caso, peinados.



Otro de los tipos del BMW era patizambo, pequeñajo y barrigudo. Tenía el pelo rizado y duro como alambres que parecía haber pasado por la plancha, y largo hasta los hombros, de tal forma que le cubría ambos ojos hasta la mitad, como si se tratase de un casco. Su cara rechoncha estaba sombreada por una barba de dos días.

Estos dos eran los que caminaban delante, con sendas chaquetas de cuero que parecían de marca, y pantalones raídos. Detrás de ellos iba otro, también con chaqueta de cuero, pero mientras los de delante sus chaquetas eran de tipo motorista, el de atrás era la típica chaqueta "rockero" que tanto puede costar diez euros en un mercadillo de imitación, como doscientos. En su caso, y por la calidad de las cremalleras que brillaban por todos los rincones y bordes de la prenda, parecía de las caras. Éste llevaba una barba a lo hipster, con un penacho como bigote, con el pelo pegado a la cabeza como si se le hubiese aplicado un bote entero de gomina. Parecía un miembro de una secta amish porque, además, era alto, desgarbado, y sus pantalones negros de franela le llegaban por encima de los tobillos. Su imagen era un tanto ridícula, pero por sus botas, de una conocida marca de lujo, se veía claramente que no era precisamente un pobretón.

- Buenas, señorita. - Dijo el del moño con seguridad desde la distancia, haciendo un movimiento con su brazo. Resultaba evidente que era un tipo musculado, probablemente practicase halterofilia o se machacase de lo lindo con las pesas en el gimnasio.

Erika, que estaba revisándole el Seat 1500 de color gris de Amancio, inclinada bajo el capó del coche, se incorporó y caminó hacia ellos. Tenía manchas de hollín hasta el antebrazo, pero no se quitó los guantes desechables: así se evitaría el tener que darles la mano a aquellos hombres.

- Hola. - Miró de inmediato el BMW, aparcado en medio de la explanada, molestando lo máximo posible el acceso a otros potenciales clientes, como si aquel sitio fuera de ellos. Eso enrabietó aún más a la guapa mecánica de larga melena rubia, y se recordó a sí misma el imprimir un cartel donde le leyera claramente que se reservaba el derecho de admisión, y colgarlo en un lugar bien visible.

- ¿Te gusta mi BMW, "preciosa"? - Preguntó el pelo de alambre, mientras no dejaba de "escanear" a la guapa mecánica de arriba a abajo.

Erika no tenía tiempo para aquello:

- No solemos trabajar con esos coches, lo siento. - Dijo, dándoles a entender de manera educada que se fueran.

La rodearon, y el alto dijo, fumando algo que parecía un porro:

- No has entendido. No queremos nada mecánico.

- ¿Ah, no? - Preguntó ella. Iba a añadir que entonces no podía atenderles y que tenía mucho trabajo pero, mientras le cortaba la retirada poniéndose tras ella, el musculoso del moño le sonrió cínicamente. El alto siguió hablando:

- Necesitamos que hagas un "trabajito" para nosotros. No es nada mecánico, insisto.

- Este es un taller mecánico... - Respondió ella, y estuvo a punto de añadirles un "gilipollas".

- Solo chapa y pintura. - Especificó el pequeñajo de los alambres.

El fumador de hierba añadió:

- Necesitaríamos que le hicierais unos cuantos compartimentos al coche, bien camuflados. Que no sea en los sitios habituales, ya me entiendes.

Claro que entendía. Aquellos tipos querían contrabandear con algo, quizá tabaco, o estupefacientes. A saber por qué no lo hacían en otro sitio, quizá les hubieran cerrado el anterior taller donde se lo hacían. El bajito añadió de prisa:

- Pagamos bien, y en metálico, "cariño".

- Podrás comprarte mucha ropita con eso. - Añadió el que estaba tras ella.

Erika se mantuvo firme, aunque ciertamente aquellos tipos eran intimidantes. Pero no iba a permitir que nadie la inquietase en el taller de su propiedad:

- No hacemos ese tipo de cosas aquí.

El larguirucho se fue hacia ella, echándole una bocanada de porro frente a su cara. Erika intentó retroceder un paso, pero el tipo a su espalda casi estaba ya pegado contra su cuerpo.

- Vosotras haréis lo que nosotros queramos, que para eso somos los clientes. - Dijo el barbudo.

Mientras la mecánica ponía cara de asco, y con su mano trataba de despejar el humo de su rostro, el pelo-alambre añadió:

- Por supuesto, deberán ser unos retoques del coche totalmente discretos; en el precio que os pagaremos viene incluido vuestro silencio. Ya supones.

Que hablase en plural le dio más miedo a Erika. Eso suponía que sabían que allí trabajaban dos mujeres, y seguramente las habían sometido a algún tipo de espionaje.

- Como si pagáis con lingotes de oro, os he dicho... - Decía ella, ya bastante turbada por el sometimiento y presión al que se estaba viendo sometida entre aquellos tres.

Entonces se oyó una voz cascada, pero firme:

- ¡Eh, vosotros! ¡Dejad a esa chica en paz, ¿eh?!

Era Amancio, que había acudido en defensa de la joven, y caminaba amenazándoles con su bastón sujeto por su temblorosa mano.

Erika sonrió. Amancio era un cliente habitual, solía acudir con su Seat 1500 gris, el cual sufría de casi tantos achaques como su dueño pero que, aseguraba el viejecito, por nada del mundo se desprendería de él. Usaba gafas redondas de pasta, de color marrón oscuro, y aunque delgado y con el rostro ajado por profundas arrugas producto de los años, el tal Amancio era puro nervio.

Los contrabandistas se rieron entre sí al verle, pero eso hizo que aflojasen la presión sobre Erika, le dieran más espacio, y ésta aprovechó para zafarse de ellos y caminar hacia la entrada del taller. Allí acababa de aparecer Esther, alertada por la escena.

- ¿Qué ocurre? - Preguntó con gesto serio la de pelo rizado rubio, al ver el gesto de preocupación de su amiga. Amancio insistía levantando el bastón:

- ¿Qué queréis, alimañas? - Les increpaba sin miedo, aunque evidentemente no tenía ni media torta si aquellos tipos se enfrentasen a él -. ¡Venga fuera! ¡Id a drogaros a otra parte!

El del moño miró entonces hacia la recién llegada, y reclamando con un toque de su mano sobre el brazo del que tenía a su derecha, el bajito, dijo:

- ¡Uhau nenita! ¡Menudos melones!

- ¡Ven aquí con esas dos preciosidades! - Exclamó el pequeñajo.

- ¡Fuera de aquí, o aviso a la policía! - Exclamó airada Erika.

Esther caminó hacia Amancio, porque los tipos se habían metido en el coche y sabía lo que podía ocurrir: arrancarían girando, y podrían acabar golpeando o llenando de polvo al vejete. Por supuesto así lo hicieron a posta, pero Amancio ya había llegado a la entrada del taller con Esther.

- ¡Qué estúpidos! - Dijo Erika, y miró hacia Amancio, abrazándole -. ¡Qué valiente es usted, abuelo!

El viejito sonrió, diciendo, mientras se sonrojaba por el abrazo, aunque en su fuero interno deseaba que hubiera sido Esther quien le abrazase para poder notar mejor a sus dos bellas y colmadas gemelas:

- ¡No ha sido nada, mujer!

Regresaron al trabajo, y el resto del día, aunque ya lo vivían con la tensión de aquel encuentro, no ocurrió nada fuera de la habitual rutina.


****



Esther odiaba subirse al Lancia Stratos de su amiga Erika. Su interior era minúsculo e incómodo y le dijo que, teniendo el Celica, por qué se había empeñado en llevar con ella el agresivo Stratos.

Pero su amiga de rubia melena ya estaba acostumbrada a esas quejas, y ni caso le hizo. Había visto en las rebajas unas prendas que le gustaban, y por eso convenció a Esther para que, a la hora de la comida, se fuera con ella a la ciudad para probarlas y darle su opinión. Y porque no quería irse de compras sola, todo sea dicho.

De camino, se detuvieron en una estación de servicio de la autopista para abastecerse de combustible. Aunque pequeño y con ligera carrocería de fibra de vidrio, el monstruoso motor V6 de origen Ferrari del Stratos consumía lo suyo, por eso de fábrica el agresivo deportivo italiano no llevaba un tanque de combustible, como la mayoría de coches, sino dos, situados tras cada asiento. Así que el proceso de llenado de combustible era más largo de lo habitual.

En eso estaba, cuando Esther se dio cuenta que Erika entraba alterada al habitáculo.

- ¿¡Qué ocurre!? - Le preguntó, alarmada, a su amiga.

- ¡Están ahí!

- ¿¡Cómo!?

- ¡Los tipos del M3 que vinieron al taller para que les hiciéramos los compartimentos ocultos! ¡Están ahí!

Esther empezó a contagiarse de los nervios de su amiga:

- ¿Y te han visto? - Quiso saber.

- No sé... - Respondió Erika, alborotada -. Ponte el cinturón. - Le pidió, mientras arrancaba.

- ¿Llamamos a la policía?

- ¿Y les contamos qué? ¿Que hemos visto un M3?

Esther dejó entonces su bolso en el suelo, junto a la puerta.

- Agárrate.

- Erika, contrólate. - Le pidió la de pelo rizado. Sabía muy bien cómo era su amiga al volante, y no podía quitarse de la cabeza que estaban sobre una bomba de 2.418 centímetros cúbicos, llena de gasolina hasta los topes.

- Tranquila, no va a pasar nada. - La intentó calmar, incorporándose a la carretera.

Pero sí pasó: el BMW M3 se incorporó tras ellas, y Erika miraba sin parar por los retrovisores. Esther musitó:

- ¡Cielos! ¿Nos siguen? - Erika no decía nada. Su socia insistió -: ¿Nos siguen, Erika?

Clavada en el deportivo asiento, Esther apenas podía moverse. Pero la respuesta se la dio de inmediato el rugido de un motor, mientras un rayo azul intentaba ponerse delante de ellas. Entonces, Erika pisó a fondo:

- ¡Agárrate! - Exclamó.

- ¡Es un M3! - Le recordó Esther.

- ¿¡Y en qué crees que vamos nosotros!? ¿¡En una mierda de 600!? Este coche está hecho para esto, ¡es un Stratos!

El Stratos aceleró de manera bestial, dejando clavado al M3, lo cual era mucho decir. Ciertamente era un coche pequeño, sus diseñadores lo habían hecho así para que fuera ágil, tenía poca envergadura, casi todo el espacio lo ocupaba su enorme motor proveniente de Ferrari. Pero lo que no tenía de largo, lo tenía de ancho: los trenes de ruedas eran descomunales, tan anchos como un carril de la carretera. La intención era que fuera muy estable, proclive a los subvirajes. Cuando en los setenta llegó al mundo de los rallies, arrasó. Prácticamente dominó todos los rallies de aquella década, ningún otro coche de competición pudo enfrentársele. Muchas escuderías, al darse cuenta de su hegemonía, pusieron pies en polvorosa y se largaron de las categorías en las que competía. Era un absurdo enfrentarse a él: los barría a todos.

El diseño del Lancia Stratos se había realizado sin concesiones: puro nervio y velocidad. Estaba hecho en el túnel de viento, de forma que su frontal era una cuña que, literalmente, se metía en el flujo de aire y lo destrozaba. Sus creadores le llamaron Stratos porque era un diseño tan radical y tan fuera de lo habitual que no parecía provenir de este mundo, sino de la estratosfera.

Pero el M3 pronto recuperó. No era el M3 más moderno, sino un modelo de hacía cinco o quizá diez años, pero obviamente era potente, no era tampoco un puñetero 2CV de Citroen. Erika fue consciente entonces de que tenía que salir de la autopista, o no se los quitaría de encima. Podía adelantarles, mantenerse varios metros por delante, pero no darles esquinazo. Buscó la primera salida y allá se lanzó. Vio entonces un camino de grava. Perfecto. Cualquier otro deportivo habría mordido el polvo, pero no el Stratos, que había ganado entre la nieve y el hielo en Monte Carlo, entre el barro en Suecia, entre el polvo en Portugal... ¡Cielos! ¡Si hasta había competido en un rally medio quemado y medio destrozado, aquel soberbio coche, con pilotos como Coleman y Dawson, que hicieron explotar su parte trasera en 1976! Por desgracia, en uno de ellos, y aunque el bestial coche había llegado destrozado y primero a la meta, los jueces le despojaron del título por una nimiedad: destruido, se había quedado sin luces traseras, y en uno de los tramos eran obligatorias. ¡Aquel excepcional automóvil rompió moldes, y hasta la llegada de los Quattro muchos años después, nadie había visto nada semejante en el mundo de los rallies!

El BMW lo pasaba realmente mal, botaba como un condenado por los baches, y Erika no pudo resistir esbozar una sonrisa al imaginarse los coscorrones de sus ocupantes contra el techo de su M3. Para el Stratos, sin embargo, aquello era "peccata minuta", una nimiedad. Sus ruedas anchas como las de un camión se agarraban a cualquier cosa, transmitiendo una enorme seguridad al volante. Y Erika lo conducía hábilmente, ya estaba muy acostumbrada a aquel coche y a sus reacciones.

En un momento dado, cuando vio que los tenía a suficiente distancia, viró y salió del camino. El Stratos saltó por los aires como si del mismísimo rally Acrópolis se tratase. Las dos mujeres chillaron. Al final, el Lancia tocó suelo, y Erika apagó el motor. Ella y Esther se cogieron de la mano, asustadas, sin atreverse siquiera a respirar. Escucharon ruidos de derrapes y, al poco, el M3 pasó a toda velocidad, dejando una polvadera de humo levantada tras él. Ambas chicas suspiraron, aliviadas, pero Erika tardó casi media hora en volver a poner en marcha el V6 para poder salir de allí y regresar a la autopista.


****



Por el camino de vuelta, Erika no callaba. Esther insistía en acudir a la policía, pero su compañera tenía otra cosa en mente:

- Tienes que dejar un tiempo tu Datsun, hoy hemos tenido suerte, pero, ¿y si te pillan a ti sola, en tu pequeño "cascajo"? Elije otro coche por unos días, Esther.

- ¡No me van a atemorizar unos drogatas, Erika! - Exclamaba.

- ¡No son drogatas, son criminales! Y ya has visto que no están de broma. De acuerdo, la policía nos protegería, pero si llega a pasarte algo así, ¿cómo ibas a escapar de ellos? ¿Tirándote al arcén? ¿Enfrentándote con tu Datsun 100A "de juguete"?

Esther no quería discutir. Una cosa tenía clara, en cualquier caso: no iba a conducir un Stratos para contentar a su amiga. Por mucha amenaza de M3 que la acosara.

Pero aquella misma tarde Esther dejó su pequeño Datsun en el taller. En parte por miedo a conducir sola, en parte porque empezaba a pensar demasiado en las advertencias de Erika, decidió que la llevase con ella en su Stratos de vuelta a casa.

Tras verla entrar en el portal, Erika no condujo hacia su casa. Tenía otro destino. Por la tarde había contactado con un coleccionista al que conocían, le habían restaurado varios de sus coches, y la mecánica sabía que en sus garajes disponía de un Datsun 510 casi nuevo, que ellas mismas le habían actualizado. Porque Erika era bien consciente de que Esther no dejaría fácilmente su pequeño 100A, a no ser, quizá, que fuera por otro Datsun.

El Datsun que tenía Mitch, el coleccionista, no era el 510 convencional, sino la versión Rally Race de 1971. En agosto de 1967, Datsun remodeló totalmente sus Bluebird con la nueva generación 510. Enseguida quedó evidente que el coche era duro como una piedra, y muy apto para rallies. Fue el primer coche japonés en el Safari Rally, eso lo decía todo respecto a sus virtudes.

Que Erika pensase en un coche de rallies, y no en un superdeportivo, tenía sus razones. Cualquiera podía ponerse a doscientos por hora en una autopista, pero en las carreteras españolas eso haría saltar todas las alarmas, y llamaría mucho la atención. Lo que no era tan fácil de hacer era ser ligero, ágil y veloz, capaz de escabullirse como una serpiente entre los callejones de una gran ciudad, o entre los polvorientos caminos de una carretera de montaña. Y para eso mejor elegir un automóvil con pedigrí de rally, en lugar de un potente y veloz Lamborghini.

El P510 era, junto con los Skyline de Nissan, los automóviles ideales para el drifting, insuperables aún a día de hoy.

El coleccionista le pidió por el 510 un precio desorbitado, y como Erika no estaba por la labor de enzarzarse en un regateo, no se lo discutió mucho. Pagó, y se llevó el coche al taller aquella misma noche con la grúa. Ya le daría ella el sablazo cuando les pidiera restaurar un nuevo automóvil que, conociendo a Mitch, no sería a mucho tardar. Se le iban a atragantar los números, pero se lo tendría bien merecido por aprovecharse de la situación de necesidad en la que ellas ahora se encontraban.

Estuvo hasta la madrugada trabajando en el Datsun 510, y luego durmió unas pocas horas. Aún así, regresó algo tarde, a media mañana. Y cuando entró, ya la esperaba Esther para exigirle explicaciones al ver el 510 junto al elevador:

- ¿Qué es esto?

- Es para ti. - Dijo Erika, con un bostezo y unas ojeras bajo sus párpados que asustaban. Esther recapacitó. No podía reñirla, conociéndola, sabía que su amiga haría algo semejante. Ella también lo habría hecho. Nada más verla fue consciente de que se había pasado la noche trabajando en lo que ahora era su coche. Así que se acercó, y la abrazó.

Erika sonrió:

- ¡Me vas a hacer llorar!

- ¿Por qué un Datsun? - Quiso saber la de cabello rizado. Su amiga esbozó una sonrisa:

- ¡Porque si no era un Datsun, ibas a ponerte a protestar!

- ¿Y de dónde lo has sacado? - Quiso saber.

Erika se encogió de hombros:

- ¡De Mitch!

Esther se mostró sorprendida, quedándose boquiabierta:

- ¿¡De ese usurero!? ¡Si ese le pediría dinero hasta por el alimento a un negrito famélico africano!

- Tranquila. - Le respondió -. Ya se lo haremos pagar en el próximo encargo que nos haga.


****



Como cada tarde, Esther se fue del taller hacia su casa, aunque ese día conduciendo el Datsun 510. Conocía bien aquel coche, porque ellas lo habían restaurado años atrás. Aunque por fuera era el Datsun P510 Rally Race de los sesenta, por debajo de la carrocería el coche estaba totalmente nuevo. El motor era de origen Nismo, la división deportiva de Nissan, y el habitáculo se había rehecho por completo.

Llevaba quince minutos conduciendo, cuando se dio cuenta de que un vehículo parecía seguirla. Era un Citroen C4 de color oscuro, con las lunas traseras tintadas. Lo primero que pensó fue en llamar a Erika, pero recordó el incidente del día anterior, y rechazó hacerlo para no preocuparla y que descansara. Además, debía cerciorarse de que realmente la seguían a ella, por lo que tomó un desvío hacia una estación de servicio. Se detuvo en el pequeño aparcamiento y, en efecto, el C4 tomó el mismo camino, pero parándose a un lado de la tienda, frente a los surtidores de combustible. Sin duda la seguían.

Miró por la ventanilla hacia el coche oscuro, y no pudo ocultar su sorpresa al ver que quien conducía era una mujer, una chica bastante jovencita, de pelo castaño rizado, un poco largo.

Suspiró, y miró hacia adelante, hacia el volante de su Datsun de rallies. Toqueteó con sus dedos sobre el centro de la columna de dirección, y se quedó unos instantes pensativa. Miró el logo de Datsun, y se dijo:

"Bien, vamos a ver hasta dónde es capaz de llegar este trasto".

Luego, miró hacia la chica del Citroen, y musitó:

"Sígueme si puedes, niñata".

Encendió el motor, y activó el autoblocante. De tracción delantera, ahora el 510 pasaría a comportarse como un 4x4. Se fue a la consola, y entró al menú de la ECU. Con su dedo, recorrió las opciones, hasta entrar en la sección de comportamiento deportivo. La seleccionó. El ordenador de a bordo interpretaría, desde aquel instante, que estaba en plena competición y todas y cada una de sus decisiones las tomaría en base a una sola y única premisa: ganar. Consumiría combustible a bocanadas, a tragos, a manos llenas, a todo lo que daba de sí para generar las más bestiales explosiones posibles en su cámara de combustión. Además, las respuestas al acelerador serían inmediatas, la dirección se endurecería y las suspensiones adoptarían un tarado rígido, con el fin de que respondieran con contundencia a cualquier imprevisto y sus ruedas se agarrasen mejor al asfalto.

Esther puso sus dos manos sobre el volante, frunció el ceño, miró al frente.

- Vamos allá. - Dijo, y apretó el acelerador.

En el modo drifting, las ruedas habrían patinado, pero en el modo competición ni por asomo iba a dejar la CPU de control del motor que se desperdiciara energía así. En milésimas de segundo, el cerebro electrónico preparado por el Nismo empezó a leer las revoluciones que llegaban a las ruedas. Si una daba indicios de patinaje, transferiría esa potencia a la otra. Como una centella el 510 salió del aparcamiento. La del Citroen ni lo vio. Aceleró deprisa para seguirle. Esther llegó a la autopista y pasó del control automático al semi-automático, eso quería decir que toda la potencia del motor se pondría a su servicio, para cuando la necesitase. Llevó ambas manos a los lados, miró por el espejo interior, y esperó. El C4 estaba ganando terreno, adelantando a un par de lentísimos Volkswagen. La jovencita que lo conducía seguramente sonreía al creerse que ya la tenía. Cuando Esther vio que su perseguidora estaba a punto de colocarse tras ella, miró el cuentarrevoluciones, esperó a superar las seis mil, y pulsó una de las levas del cambio tras el volante. El subidón de fuerza le empujó la espalda contra el asiento, y el 510 de Datsun salió disparado como un cohete. Mientras tanto, en el Citroen la jovencita sudaba por todo su cuerpo para que no se le escapase.

Esther siguió mirando las revoluciones, y volvió a cambiar con las levas... Una, dos veces. Aminoró, cambió con la izquierda y redujo para rebasar un pequeño Dacia. El chico que lo conducía pasó a su lado como un visto y no visto. Siguió combinando marchas, y vio una salida. La tomó, mientras pulsaba a la vez las dos levas de cambio. En un modo normal, la ECU lo interpretaría como un "launch control", una salida desde parado, pero en plena competición todo cambiaba, y el ordenador del motor comprendió enseguida que debía pasar a modo automático, tomando de nuevo el control. En cuanto lo hizo, Esther volvió a presionar la leva izquierda. En plena conducción no había tiempo de elegir opciones de un menú ni tonterías, por eso los especialistas de Nismo habían pensado una alternativa para esos casos. Y la mecánica se las sabía de memoria. Con la leva izquierda presionada, la rubia de cabellos rizados realizó breves pulsaciones a la leva derecha. Una, dos... Tres. Entonces el ordenador entendió la orden, y el comportamiento dinámico del Datsun 510 cambió radicalmente. Del modo carrera pasó al modo rally. A la vez que Esther se dirigía a un camino de tierra, notó cómo las suspensiones se elevaban, y las marchas más cortas pasaban a tener preferencia.. Eso le permitiría subir pendientes a mayor velocidad. Giró el volante un cuarto a la izquierda para tomar una curva, a una velocidad de vértigo. Pero como el ordenador estaba en modo rally, medio giro se multiplicaba en la ECU de la dirección asistida como si fueran dos giros completos. El coche intentó subvirar, pero el ordenador ni por asomo se lo permitió. Derrapó un milímetro, pero lo mantuvo fijado en el camino como si fuera sobre raíles.

Fue entonces cuando Esther oyó el bestial estruendo, y frenó en seco. La birria de Citroen se había empotrado contra un árbol al tomar la curva que el Datsun acababa de rebasar. La mecánica sintió deseos de largarse y conducir hasta una comisaría, pero decidió ver si, al menos, su perseguidora estaba bien. Puso la marcha atrás y llegó a su altura. Mientras salía del coche, oyó una voz de mujer gritar, proveniente del interior del C4:

- ¡Ayuda! ¡Guardia Civil, coño! ¡Ayuda, soy de la Guardia Civil!

Esther echó entonces a correr hacia ella, y vio a la conductora, exhibiendo su placa:

- ¡Guardia Civil! ¡Guardia Civil! ¡Ayúdame a salir!

La mecánica empujó hacia sí la maltrecha puerta, a la vez que preguntaba, atónita:

- ¡Pero...! ¿Por qué me seguías?

Jadeante, la joven conductora le respondió:

- Alguien me pidió que hiciera el favor de vigilarte...


****



Erika aparcó el Stratos, y se dirigió directa hacia su edificio. Entró en el portal, y tomó el ascensor. Al llegar ante su vivienda, abrió la puerta y se dispuso a acceder al interior, cuando un tropel de manos la rodearon y unos brazos la empujaron para que entrara en su domicilio. Un grito se ahogó en su garganta, cuando uno poderosa mano le tapó la boca. Trató de zafarse, mientras entre varios la llevaban contra la pared. El filo de una navaja brilló ante su rostro. Reconoció enseguida el hombre que la portaba: era el musculoso del moño. El largirucho la retenía, mientras el bajito revolvía por la casa. Salió de una de las habitaciones con una bonita braguita negra, con bordes de coqueta puntilla, en su mano, diciendo:

- ¡Eh, colegas! ¡Mirad qué cosa más bonita he encontrado! - Y, metiéndola arrugada en su bolsillo, exclamó -: ¡Me la quedo!

- ¿¡Qué queréis!? - Acertó a preguntar Erika.

- Sabes lo que queremos. - Respondió el del moño, babeando de deseo y excitación.

- ¡No conseguiréis nada de mí! - Exclamó ella.

El larguirucho, que la retenía asiéndola por los brazos, le dijo:

- Tu amiguita "la tetona" lo hará, cuando sepa que te tenemos y que podemos hacer contigo lo que queramos si no colabora.

El musculoso paseó el filo de su navaja, rozando los dos lindos pechitos de Erika, que voluptuosamente se elevaban sobre su fino suéter de azulado algodón, diciendo francamente emocionado:

- ¡Qué dos chiquitinas más preciosas! - Y confesó, mirándola -. Desde que te vi quise hacerte mía. Me lo voy a pasar en grande contigo.

Erika se echó a temblar. La idea de que fuese a ser violada por aquellos malnacidos la turbaba. Sentía deseos de echarse a llorar. Intentó gritar, pero el tipo le colocó la navaja junto a la yugular:

- ¡Si gritas te corto ese bonito cuello, preciosa! ¡Me da igual violarte viva, que agonizando!

Desde la habitación, mientras lo destrozaba todo, se oyó la voz del "pelo de alambre", que decía:

- ¡Se irá al otro mundo con un buen polvo!

Todos se echaron a reír.

Ahora sí empezó a llorar:

- ¿Pero qué queréis? - Musitó, entre sollozos. El del moño trató de cogerle un pecho, ella colocó sus manos delante.

- Mira qué modosita! - Bramó el tiparraco, y la miró, acercándose a sus labios -. Ahora no eres tan respondona, ¿eh?

- Ya sabes lo que queremos - dijo el de pelo engominado -, pero como no nos lo diste, ahora vamos a querer más.

El del moño no dejaba de embelesarse con las curvas de Erika, con sus ojazos azul glacial, con su respingón trasero... Le acarició a la altura del vientre, intentando meter la mano por dentro del pantalón tejano de la guapísima mecánica, para desabrochárselo. Ella intentó resistirse de un movimiento de caderas, y él sonrió. Su amigo le dijo:

- Mira cómo se menea...

El del moño, colmado de lascivia, bajó su mano a su pantalón, desabrochándoselo:

- ¡Me la tengo que trajinar ya! ¡No puedo aguantar más, en serio! ¡Estoy que reviento de lo buena que está! - Y le pidió al larguirucho, mientras se bajaba el pantalón -: ¡Ábrele las piernas!

- ¡¡No!! - Gritó Erika, mientras los dos hombres la llevaban con violencia al suelo, y el musculoso decía, sacándose el miembro viril:

- ¡Aquí mismo está bien! ¡Sujétala! - Y añadió, mirándola y totalmente fuera de sí -. Te voy a enseñar yo cómo tienes que comportarte para otra vez... ¡Qué rica estás, preciosa! ¡¡Me pones a mil solo con ver esas curvitas!! ¡¡Te voy a dejar más rellena que un canelón, guapísima!!

En ese momento se oyó un violento impacto, y la puerta de entrada saltó por los aires. Un numeroso grupo de policías enmascarados entraron alborotadamente, en cuestión de segundos, con subfusiles en las manos:

- ¡Alto! ¡Policía! ¡No se muevan, no se muevan!

Erika se echó a llorar, y junto a ella se colocó entonces un señor mayor, agachándose con notoria dificultad. Le dijo:

- ¡Tranquila! ¡Estás a salvo! ¡Estás a salvo!

La rubia mecánica miró hacia él, reconociéndole al instante:

- ¿¡Amancio!?

Una agente de policía la ayudó a ponerse en pie, preguntándole cómo se encontraba al mismo tiempo. Amancio sonrió:

- Fui sub-inspector de la Policía Armada, hace muchos años...

- Por eso el Seat 1500... - Comenzó a decir Erika.

En efecto, los Seat 1500 fueron uno de los vehículos oficiales de la Policía Armada, y estaban pintados de gris. Amancio asintió con la cabeza:

- Así es, era mi coche en el Cuerpo. Cuando me jubilé y me enteré que lo sacaban a subasta, lo compré. - Y explicó -. El otro día, cuando estaba en vuestro taller y aparecieron estos indeseables, comencé a sospechar ante su extraña petición, y me puse en contacto con algunos policías nacionales que conozco. También le dije a un coronel de la Guardia Civil que investigase. Ellos os pusieron a unas agentes de incógnito para seguiros la pista y así dar con los criminales, ¡pero una de ellas, cuando estaba tras tu amiga Esther, casi ni lo cuenta! Por fortuna, la agente que te seguía a ti lo vio todo, y nos dio aviso enseguida.

Erika abrazó a Amancio, agradeciéndole su iniciativa y su preocupación. El sub-inspector jubilado no dudó en darle un consejo:

- Y para la próxima vez, no queráis enfrentaros a gente de esta calaña vosotras solas, ¡avisad a la Policía!

Erika le tomó la palabra, ¡aunque confiaba en que no hubiera una próxima vez!


FIN

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