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El espantapájaros con reloj



El espantapájaros con reloj (saga "Un lugar en el tiempo")
© A. Bial Le Métayer



EL ESPANTAPÁJAROS CON RELOJ


No había mucho tráfico por aquella carretera manchega. Los campos se extendían en llanuras hasta donde alcanzaba la vista, salpicados aquí o allá de algunas solitarias casas que se levantaban sobre el suelo como gigantes de pelo rojo. Adela agradeció poder conducir relajadamente y en paz, sin pensar en nada, tan solo en disfrutar al volante de su pequeño turismo francés. Sin agobios, sin prisas, y sin la presión del extenso tráfico alrededor que se sufría en la ciudad.

La relojera regresaba de casa de Genaro, un anciano al que visitaba muy de cuando en cuando, y que solía llamarla para que le hiciera el mantenimiento de sus relojes. Genaro vivía en una casa solariega que había sido de su familia durante generaciones, y que estaba a bastante distancia de la relojería La Elegante. Pero era un cliente de hacía muchos años, tantos que llegó a conocer a su abuelo. En los setenta solía acudir a Madrid acompañado de su mujer, conduciendo aquellos mastodónticos Seat 132. Siempre que lo hacía, se daba una vuelta por la relojería para conversar con el abuelo, y de paso adquirir algunos relojes, o llevarle alguno a reparar o a mantener.



Ahora se había quedado viudo, y podría decirse que Adela era una de las pocas personas con las que solía tener un contacto habitual. Claro que él quería tenerla cada mes en su casa, siempre la llamaba poniéndole alguna excusa sobre determinado reloj que creía le funcionaba mal o le daba la impresión de que estaba falto de engrase, únicamente para poder pasar la tarde con ella. Además, como obviamente ya no conducía, se podría decir que Genaro vivía de sus recuerdos y de sus añoranzas mientras daba algunos cortos paseos por los alrededores, apoyado en su bastón.

Ni qué decir tiene que, a pesar de su antigüedad, los relojes de Genaro se encontraban en perfectas condiciones, tanto los de pie, los de pared, los de cuco, e incluso algún modelo de muñeca de marcas bastante renombradas. Eso era debido, obviamente, a que Adela ya se los había revisado más que de sobra, y el mantenimiento que tenían era más que suficiente. Aún así la pequeña relojera gustaba, siempre que se lo podía permitir, recorrer en su pequeño Peugeot 108 la considerable distancia que la separaba del disperso pueblecito donde residía Genaro, para darle un poco de variedad a su vida mientras ella hacía su trabajo sobre la mesa del comedor.

Pero de repente, cuando conducía en medio de la nada, en mitad del trayecto hacia su barrio en la ciudad desde la aldea de Genaro, notó que algo no iba bien en el Peugeot 108. Se sintió de pronto con una notable sensación de agobio: solo faltaba que aquel pequeñajo utilitario la dejase allí, tirada, en mitad de ninguna parte. Curiosamente era lo que menos se esperaba de aquella jornada, que fuese a verse abandonada por su Peugeot.

Tras una serie de "atrancones" de motor, el cuadro de instrumentos se iluminó como si fuera un árbol de Navidad, el propulsor pegó un acelerón, y allí se detuvo en seco. A la dependienta de La Elegante le entraron ganas de gritar, de rabia. Golpeó el pequeño volante y trató de arrancarlo, primero suavemente, luego ya sin miramiento alguno, apretando con su pie el acelerador y girando la llave con angustia, diciendo:

- ¡Vamos! ¡Vamos! ¡No me hagas esto ahora, pequeñajo de mierda!

Puede que el 108 parezca una nimiedad de vehículo, pero a ella le había costado lo suyo adquirirlo. Había tenido que vender muchos relojes - cosa nada fácil en un tiempo donde cada vez se usa menos el reloj, y casi todo se compra por Internet -, y había tenido que arreglar, también, muchas piezas, soportado a muchos clientes maleducados, y sufrir no pocos sacrificios. Se había tenido que reservar el dinero quitándolo de otros gastos y caprichos que hubiese querido tener, como ropa, vestidos chulos y bonitos, todo por aquel coche. Un coche que le aseguraron en el concesionario que sería duro como una roca y que la llenaría de satisfacciones, y sin embargo allí estaba tirada, en mitad de la nada, y cuando más necesitaba de sus servicios.

- "Cómprate un Peugeot, son coches robustos, nunca fallan" - se decía a sí misma con guasa, recordando los consejos de algunas amistades y de, por supuesto, los comerciales del concesionario, que solo buscaban venderle lo que fuera -, ¡sí, seguro! ¡Nunca falla!

Por fin logró que, a trompicones, el motor volviera a funcionar. Eso le dio la oportunidad justa como para llevar el pequeño automóvil hasta el borde de la carretera antes de que el motor se muriese completamente. Adela tuvo que oprimir fuertemente el pedal del freno para evitar que el pequeño 108 se fuera al desnivel circundante del asfalto, que no era de gran altura, pero sí la suficiente como para hacerlo volcar. Y eso sería ya lo que le faltaba para rematar el día. Como resultado, el coche quedó medio inclinado, con una rueda delantera metida entre la hierba, y la esquina trasera en el asfalto. Por fortuna era una recta y lo más seguro era que la viesen de sobra. Encendió las luces de emergencia, colocó una luz LED intermitente de base magnética en el techo, y levantó la pequeña cubierta del capó. Suspiró al ver lo que allí había: tan sólo una suerte de cables anodinos a un lado, y todo lo demás cerrado por la negra tapa del motor. Si fuera un reloj, sabría por dónde empezar, pero aquello..., ¡si ni siquiera se veía el bloque motor!

Lo dejó por imposible, permitiendo que el capó bajase por su propio peso, y regresó al habitáculo. Abrió la puerta y luego su bolso, y sacó su móvil. No había más remedio que llamar a auxilio en carretera, pero cuando pulsó el botón de llamada el alma se le cayó al suelo: allí, en medio de ninguna parte, no había señal alguna de cobertura. Todo parecía estar saliéndole mal. Golpeó la portezuela, cerrándola de una patada, y miró a su alrededor, apoyándose en el lateral del 108 que, cual cadáver sin vida, yacía a un lado de la largísima recta de negro asfalto. ¿Y ahora qué?, se preguntó para sí misma.

Miró alrededor. Ligeramente a su izquierda, y a lo lejos, parecía existir una granja. Era la única construcción a la vista. Cerró la puerta con llave y, tras pensárselo un rato, decidió acercarse allí. Tal vez ellos tuviesen teléfono fijo desde el que pudiera realizar la llamada, o quizá hubiese cobertura.


****



La granja quedaba más lejos de lo que en un primer momento parecía. Tras estar durante un buen rato recorriendo un camino de polvorienta carretera, flanqueado por un cercado de viejos postes de madera a los lados, por fin llegó a los aledaños de la casa. En realidad se trataba de varias construcciones: la casa principal, más cuidada, con cubierta a dos aguas y paredes de piedra, se encontraba en medio de dos cobertizos, uno más alto a su derecha, que debía servir para almacenar heno y productos agrícolas, y otro de aperos, a la izquierda, con vieja maquinaria y un tractor que había visto tiempos mejores.

A la vivienda se accedía por un porche de pequeñas dimensiones, cubierto con tejado prefabricado. Ya ante la puerta, tocó al timbre, varias veces, pero sin ningún resultado. Ya estaba a punto de desistir cuando la sobresaltó una voz proveniente del cobertizo de aperos:

- ¡No la oirá! - Le explicó un viejo narizudo que llevaba en su mano una enorme llave inglesa de tipo universal -. Casi no oye, tendrá que golpear con fuerza la puerta - aclaró, para preguntar de inmediato -. ¿Para qué quería ver a mi mujer?

- ¿Su mujer?

- Es ella la que está en casa -. Dijo el anciano. Tenía un sombrero gris, desgastado, sobre la cabeza, y su rostro estaba quemado por el sol, indicativo de la gente que se pasa largas jornadas en el campo.

- Es que... Se me averió el coche - le explicó Adela, con voz trémula -. Se me ha parado en la carretera. Buscaba un teléfono.

- ¡Ah! Es eso... - Dijo él.

La dueña de La Elegante se acercó al anciano, y extendiendo su mano se presentó, sonriente:

- Me llamo Adela. Soy relojera.

- Yo soy Ataúlfo -. Dijo el hombre. Y añadió, abriendo sus ojillos con interés -. ¿Relojera, ha dicho?

- Sí. Tengo una pequeña relojería en la ciudad.

- Precisamente ahora le estaba cambiando la pila a un reloj... - Y añadió con amabilidad -. ¿No tendrá alguna por ahí?

- Quizá en el maletín... ¿Qué reloj es? - Quiso saber ella.

- Venga acá -. La invitó el anciano y, acto seguido, se dio la vuelta hacia el cobertizo.

La llevó hasta una de las mesas de trabajo, todas ellas de aspecto vetusto y muy usadas, y le enseñó un modelo cuya pantalla digital se encontraba totalmente en blanco, diciéndola:

- Es el reloj del espantapájaros.

Adela se echó a reír:

- ¿En serio? Pero... ¿Tienen relojes los espantapájaros?

El anciano sonrió, mostrando un par de dientes solitarios:

- ¡El mío sí! Mire... - Y desde la entrada del cobertizo le señaló hacia los campos. En mitad de uno de los huertos se levantaba, solitario e impasible, un enorme espantapájaros. La cabeza estaba formada por una calabaza, sobre ella tenía un sombrero no muy diferente al que llevaba Ataúlfo en aquel mismo momento, y un chaquetón raído, negruzco apagado, y de enormes botones - aunque carecía de uno de ellos - se sostenía sobre sus hombros de palo. Parte de un rastrillo colocado en horizontal sujetado al armazón principal sostenía unos pantalones con agujeros, cuyas perneras eran agitadas por el viento. Las manos, y las muñecas, eran dos gruesos manojos de paja atados firmemente por alambres enroscadas con varias vueltas.

- ¿Y para qué le pone reloj a un espantapájaros? - Quiso saber Adela.

- Se lo explicaré. Cuando puse el espantapájaros, al principio funcionó, pero con el paso del tiempo los pájaros comenzaron a perderle miedo, y había quienes se posaban hasta en sus brazos. Entonces encontré por casa ese reloj, ese viejo Casio, y se me ocurrió una idea: ponerle la alarma. Como tiene varias alarmas, le puse un par de ellas por la mañana, que es cuando suelen ir más pájaros, y una al atardecer.

"Aquí no es como en la ciudad, donde los ruidos no dejan oír nada. La alarma del reloj se oye bastante bien, y además, ese reloj tiene una alarma potente a pesar de ser de muñeca. Por lo tanto, cuando empieza a sonar asusta a las aves y éstas se alejan".

- ¡Oh, vaya! - Exclamó Adela, ciertamente sorprendida -. Nunca había oído algo así. ¿Y suena durante todo el año?

- Sí... Bueno - respondió el anciano - en realidad es en primavera y verano cuando más se necesita alejar a las aves. En invierno da casi igual, pero lo dejo funcionando con la alarma todo el año. La pila dura mucho tiempo, esta misma - señaló al reloj sobre la mesa - hace cinco años que no la cambio.

Adela volvió hacia el reloj. Lo tomó en sus manos. Era un viejo Casio W-102 de cinco alarmas, en origen había sido el modelo con armis, pero seguramente los pasadores se le habrían oxidado, por lo que el anciano le había hecho un par de agujeros a los lados y había colocado en su lugar unas alambres galvanizadas, de las que se usan en jardinería para entutorar. El frontal del reloj estaba totalmente descolorido, el cristal de resina requemado por el sol, y la pintura desprendida.

La relojera miró hacia el anciano. Le empezaba a caer bien aquel simpático granjero:

- Iré al coche y veré qué tengo - dijo.

- Si quiere puedo ir con el tractor y le remolco el coche hasta aquí. Quizá pueda reparárselo yo, al menos para que pueda llegar hasta un taller. Porque aunque haga esa llamada, tardarán mucho tiempo en acudir, en la aldea no hay talleres y el más cercano, el de Lito en el pueblo, siempre anda muy atareado con maquinaria agrícola.

Oír eso hizo que la relojera se sintiera decepcionada. Ataúlfo lo notó y añadió de inmediato, con tacto:

- Pero tráigalo. Verá cómo algo podrá hacerse -. La animó. Adela sonrió:

- De acuerdo. Si usted lo dice...

Subió con el viejo al tractor y comenzaron a recorrer el camino de tierra. Ella era la primera vez que montaba en una máquina de esas, y le resultó bastante divertido, incluso bromeó con el anciano conductor sobre cómo botaban las enormes ruedas por los baches.

Una vez en la carretera, engancharon el Peugeot (al granjero no le costó nada hacerlo, quedaba claro que no debía de ser, ni muchísimo menos, la primera vez que hacía algo así), y volvieron de vuelta a la finca. Ataúlfo dejó el coche frente al cobertizo y, tras desengancharlo, levantó el capó, diciendo:

- Veamos...

Sin embargo su rostro adoptó de inmediato casi la misma expresión que se dibujó en el de Adela cuando hizo lo propio sobre la carretera. En el motor, aparte de una cubierta de plástico, no se veía mucho más. El anciano tragó saliva:

- Oh, vaya...

Adela sonrió:

- No hay mucho que ver ahí, ¿verdad?

Ataúlfo esbozó una sonrisa:

- Cierto que no... Antes los coches se hacían para reparar, todo estaba a la vista, y si algo se estropeaba quedaba claro lo que había que hacer...

- Ya...

- Es como... Es como si le esconden los engranajes a un reloj para que no se pueda reparar...

- ¡Hablando de relojes! - Recordó Adela, y abriendo el maletero, sacó de él una especie de bolsón de cuero. Rebuscó, hasta dar con uno de los relojes que llevaba con ella.

Luego, con él en su mano regresó hacia el anciano, diciendo:

- A éste le falta el bisel, es un G-Shock, pero funciona bien. Lo llevaba para ponerle el bisel y venderlo, pero creo que a usted le irá perfecto. Tiene caja de metal, y es solar, así que no tendrá que volver a cambiarle la pila. Solo revisar de cuando en cuando que siga teniendo carga. ¡Ah! ¡Y tiene cinco alarmas también!

- ¿Y cuánto pide por él?

Adela sonrió, tendiéndoselo:

- ¡Nada! Se lo regalo... - Y miró hacia el espantapájaros para completar la frase -. Se lo regalo al espantapájaros.

Ataúlfo sonrió:

- ¡No! No puedo aceptar eso, señorita Adela... Tiene aspecto de ser muy caro ese reloj.

- ¡Vamos! Acéptelo. Solo le pido a cambio hacer esa llamada, y que me deje ponerle a mí el reloj al espantapájaros. Me haría mucha ilusión.

El anciano, divertido, se apoyó en el Peugeot y dijo:

- Mire, hagamos otra cosa... - Propuso -. Precisamente tengo un coche a la venta. Es algo antiguo, pero ese sí que se podrá reparar fácilmente, y sí que es duro. Es ruso.

- ¿Ruso? - Repitió Adela, con renovado interés.

Ataúlfo comenzó a andar, e hizo que le acompañase de nuevo al cobertizo:

- Hace unos veinte años llegaron unos rusos a una granja vecina. Querían vivir del campo y esas cosas que estaban tan en boga por aquella época. Pero tenían que adquirir maquinaria agrícola, así que me vendieron su coche. Luego... Bueno, acabaron yéndose, pero esa es otra historia. El caso es que desde entonces tengo su coche por aquí, y apenas le he dado uso; yo tengo el mío, éste no lo necesito, así que estaba queriendo venderlo.

Levantó una lona, y ante Adela apareció un minúsculo cochecito de color rojo:

- Es un Kamaz 1111, pequeño como su Peugeot, pero éste pensado para el duro trato del clima y las carreteras rusas.

Adela sonrió. Enseguida se quedó entusiasmada con aquel compacto auto que, en efecto, era tan pequeño como el suyo:

- ¡Qué bonito!

- Pues se lo cambio por su reloj -. Dijo el granjero. La relojera negó insistentemente con su cabeza:

- ¡No! ¡Este coche vale más que el reloj!

- Yo no lo quiero para nada. Lléveselo.

Entonces la relojera miró hacia afuera, hacia el Peugeot. Tras unos segundos en silencio, propuso algo distinto:

- ¿Y si se lo cambio por el Peugeot? Coche por coche -. Dijo ella. El anciano hizo una mueca:

- Señorita... En ese caso perdería usted. Su coche es más nuevo, y a la vista está que más caro.

- Puede ser - convino ella -, pero tal como está, es un coche que no funciona. Y un coche que no funciona no vale nada.

El anciano reconoció que las explicaciones de Adela tenían su lógica, pero aún así objetó:

- No voy a aceptar su coche. No sería justo. Además, ¿qué haría yo con su Peugeot? No lo necesito.

La relojera se fue hacia el anciano, y le musitó:

- Repárelo. Y la próxima persona que venga por aquí necesitando otro automóvil, se lo regala. O a algún vecino. Quién sabe.

El anciano se mordió el labio inferior y, alzando sus cejas, replicó:

- ¡Es usted muy generosa!

Adela lo abrazó, diciéndole:

- ¡Y ahora, vamos a colocarle el reloj al espantapájaros!


****



Dos alarmas por la mañana, otra a media mañana, y dos más al atardecer. Así quedó establecida la hora de alerta en el G-Shock. Adela le activó la radiorrecepción automática para que, además, siempre estuviese en hora y pudiera pasar al horario de verano por sí solo, y dijo hacia el anciano, señalándole el display del reloj:

- Esta marca siempre tiene que estar en "H", ¿de acuerdo? Limpie de cuando en cuando su cristal, y si ve que baja de "H" y se pone en "M" o en "L", llámeme.

- De acuerdo. ¿Sólo eso? ¿Y con eso ya está?

- Sí, solo eso. No necesita pila, el reloj ya se recarga solo -. Concluyó Adela.

Caminaron hacia el espantapájaros, y al llegar la relojera se dio cuenta de que el enorme muñeco dummie era más grande de lo que parecía en la distancia. Tuvo que subirse a una pequeña escalerilla para alcanzar su brazo. El anciano le acercó el reloj y una alambre, dándole indicaciones sobre cómo debía de ajustarla alrededor del brazo. Cuando terminó, Ataúlfo aseguró con unos alicates el trabajo de Adela, diciéndole:

- Solo está algo flojo, pero lo has hecho muy bien. Ya no se soltará.

- ¿Puedo hacerle unas fotos? - Pidió la relojera, sacando del bolsillo de su pantalón su smartphone.

- ¡Sí, claro! - Aceptó el granjero, poniéndose a un lado.

Adela hizo varias fotos a la muñeca de manojos de paja que portaba el metálico y brillante G-Shock, al espantapájaros, y también con el anciano al lado. Luego, una de todo el campo. El espantapájaros parecía sonreír con su nuevo reloj en medio de la llanura.

Ataúlfo insistió en que la relojera tomara una merienda con él y su esposa antes de partir, y tras un rato conversando ante una taza de té y pastas, dándoles las gracias, Adela se puso tras el volante de su Kamaz para emprender el camino de vuelta. Ataúlfo había mantenido el coche en buenas condiciones, funcionaba bien, respondía perfectamente a los movimientos del volante, la dirección era fiable y los frenos efectivos. Se sentía como el espantapájaros estrenando reloj, aunque ella estrenando, en ese caso, un pequeño utilitario ruso. Y para acompañar, nada más llegar a su tienda decidió ponerse en su muñeca uno de los Vostok que tenía. Luego, terminó el día dándole una limpieza a la carrocería de su lindo Kamaz 1111, y dejándolo listo para la aventura del día siguiente.

FIN

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| abiallemetayer |

1 comentario:

  1. No recordaba haberlo leído y lo leí/releí durante mis vacaciones. Muy entretenido y muy romántico ver uno de esos robustos Casio en la muñeca de un espantapájaros.

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